II Domingo de Navidad. Ciclo A.
Por: Blanca B. Lara Narbona. Mujeres y Teología. Ciudad Real
“Yo salí de la boca del altísimo…” (Eclo 24,3)
“El Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo” (Ef, 1,17)
“En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. (…) el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 1-14)
El evangelista nos dice, que en el principio sin principio “existía el Verbo, que el Verbo estaba junto a Dios, y que el Verbo era Dios”. Nuestro pobre entendimiento apenas nos permite vislumbrar ese Misterio acogedor de Dios. Un Dios que se nos acerca porque quiere establecer un diálogo de amor con nosotros; que se dice y expresa en Jesús, su Palabra entrañada; que, abajándose para hacernos bienaventurados con su filiación de hijos, es rechazado, “no lo recibieron”. Necesitaríamos el espíritu de sabiduría y revelación, del que habla el apóstol Pablo, para adentrarnos en esos misterios.
Porque es un misterio que Dios siendo Dios, saliera de sí, y que su hablar amoroso, su Verbo, creara la vida, “el mundo se hizo por medio de él”. Toda la creación es su Palabra hecha obra, su amor expresado. Nos nombra tiernamente y existimos.
Porque es un misterio que su Palabra se encarne en Jesús, “unigénito del padre”. Que Dios infinito, Dios eterno se despoje de todo poder y nazca como criatura, en dependencia total, en condiciones de riesgo, sin nada, como un desplazado, porque quiere mostrarse, hacerse visible y dar a conocer su bondad y su amor a los hombres. Y Jesús, Verbo encarnado, caminó y camina a nuestro lado, recorriendo nuestros caminos, cargando nuestras cargas y aliviando nuestros agobios y pesares, anunciando y siendo signo visible del Reino del Padre.
Porque es un misterio que la Palabra esperanzada, la Luz verdadera, venga al mundo, su casa, y que el mundo no la reconozca.
Nuestro mundo hoy, su casa, es un mundo confuso que se resiste a recibirle, sujeto al poder del dinero, la incertidumbre y la incredulidad. Un mundo donde una parte de la humanidad, sumida en una oscuridad espesa, rechaza la luz y no quiere ver el dolor ni escuchar los gritos de la humanidad a la que está aplastando.
Un mundo donde conviven increyentes de oro, creyentes de bisutería (J.M. Fernández Martos) y creyentes auténticos. Increyentes de oro, “¿paradójicos profetas del verdadero Dios?”, que practican la justicia y el cuidado hacia los más vulnerables; creyentes de bisutería que alaban a Dios con los labios y acallan sus conciencias con sacrificios vacíos, pero se niegan a practicar la equidad que Dios reclama, y los creyentes verdaderos, “a cuantos lo recibieron les dio poder de ser hijos de Dios”, ellos reciben y abrazan su Misterio, aunque no alcancen a comprenderlo.
Dios resplandece en ellos y llevan su Luz, Vida y Esperanza a los rincones más perdidos y abandonados.
Ante estos misterios, nuestras rodillas se doblan. Este “no saber” nos invita, a buscar sentidos, respuestas en el silencio de nuestra intimidad.
Nos invita a abrimos a su presencia, permitiendo que Dios sea Dios en nosotros y que su Misterio amoroso nos abrace.
Pues solo en su Amor, y en esa experiencia de sentirnos profundamente amados, podemos sustentar nuestra fe, nuestra confianza, en que, a pesar de la densa oscuridad que cubre el mundo, a pesar de nuestros rechazos, resistencias y olvidos.
Dios no abandona su creación, sus criaturas” Yo estoy con vosotros cada día hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Solo por su amor y la experiencia de su amor, podemos sentir sobre nosotros su mirada de misericordia.
Esa mirada que percibe el fruto escondido en las semillas desechadas en los márgenes de los caminos, y en las semillas dormidas en la tierra reseca. Su amor cuidadoso no da por perdida a ninguna de ellas, espera siempre, confía siempre, escucha siempre.
Que el Padre de la gloria nos haga hombres y mujeres habitados por su luz, su amor y su misericordia y nos bendiga con “su espíritu de sabiduría para conocer y comprender la esperanza a la que somos llamados”.
Que nos encienda el corazón para salir de nosotros mismos, de nuestras inercias, y que, abandonados en su bondadoso Misterio, salgamos a la periferia y alumbremos, amemos y bendigamos: “Brille así vuestra luz entre los hombres”.