Fiesta de la Ascensión, Ciclo B
Por: Teodoro Nieto. Laico. Burgos.
Cuarenta días después de la Resurrección de Jesús, celebramos la fiesta de su Ascensión al cielo. Pero, ¿cómo podemos sentirla y saborearla interiormente si no intentamos, por lo menos, descubrir qué nos dice a los seres humanos esta fiesta? ¿Cómo entender el texto bíblico del Evangelio de Marcos y lo que nos dice Lucas en el Libro de los Hechos de los Apóstoles sobre la Ascensión? ¿Nos contentamos con creer estos textos al pie de la letra? ¿Cómo interpretarlos desde una óptica más profunda y con una fe adulta?
Una persona creyente madura necesita saber que quienes escribieron los Evangelios expresan el Misterio de la Ascensión con unas imágenes que podríamos comparar con una vidriera. En una vidriera no es lo más importante la vidriera en sí misma, sino la luz que brilla detrás de ella. Lo que verdaderamente importa en un texto del Evangelio no son las palabras, sino el misterio que se esconde detrás de ellas. El cielo, por tanto, no es esa bóveda azul que contemplan nuestros ojos. La Ascensión no significa que Jesús se elevó desde esta tierra a las alturas y nos dejó huérfanos. De ninguna manera. Él es fiel a sus promesas: “Nos os dejaré huérfanos” (Jn 14, 18). “Estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20). La Ascensión no es el viaje de un extra-terrestre que vuelve al lugar lejano de donde descendiera un día. El cielo no es un lugar material que esté por encima de nosotros. No está ni arriba ni abajo, ni a derecha ni izquierda. Entonces, ¿qué es el cielo?
El cielo es caer en la cuenta de que los escritos del Nuevo Testamento nos dan pie para afirmar que somos seres divinos, porque como dice el evangelista Juan, “hemos nacido de Dios” (Jn 1, 13). Somos “partícipes del Ser divino”, como leemos en la segunda Carta de Pedro (2, 1-4). El Dios que nos revela Jesús no es un Dios lejano o externo a nosotros, sino un Dios íntimo, porque “en Él vivimos, nos movemos y existimos”(He 17, 28). En una palabra, Dios está en todo y en todos los seres. Y todo y todos los seres están en Dios. Él “está sobre todos, actúa en todos y habita en todos” (Ef 4, 6).
A este respecto, es impactante el lenguaje de los grandes místicos y místicas del Cristianismo, que hicieron una profunda experiencia de Dios. El maestro Eckhart, dominico alemán, que vivió entre los años 1260 y 1328, nos ilumina para entender de alguna manera lo que es el cielo: “Soy una chispa de Dios”. Teresa de Ávila dice ser “una gota del océano divino”. Y mucho antes san Agustín hablaba del “Deus intimior intimo meo”, es decir, de ese “Dios más íntimo que mi propia intimidad”. El Dios de Jesús no es un Dios distante, ni tan solo cercano, sino íntimo. Es el Misterio que nos habita. Dios es en sus hijos e hijas. Y sus hijos e hijas son en Él.
Después de decirnos el Evangelio de Marcos que “Jesús fue elevado al cielo”, añade: “Y se sentó a la derecha de Dios”. Nos encontramos con otra expresión que tampoco cabe entenderla así como suena. En Dios, que es Misterio, no hay ni derecha ni izquierda. “Estar sentado a la derecha de Dios” quiere decir que Jesús vive en íntima y misteriosa unión con su Padre, como él mismo dijo una vez a Felipe, uno de sus discípulos: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14, 10). Y se atreve a decir a los judíos que le rechazaban: “El Padre y yo somos uno” (Jn 10, 30).
Aunque nuestro lenguaje humano tenga necesidad de recurrir a imágenes para asomarnos al Misterio de la Ascensión, siempre inefable, es decir, inexpresable, podemos experimentar lo que experimentó Jesús. Y Jesús experimentó que el cielo siempre está en el Aquí y en el Ahora de nuestra cotidianidad. Aquí y ahora vive Dios en todos y todas. Y todos y todas viven en Él como esponjas sumergidas en la inmensidad del océano divino.
Creer en el Misterio de la Ascensión es comprometernos en hacer un trabajo de reflexión, a nivel personal y comunitario, de manera que seamos capaces de vivir conscientes, recorriendo cada quien su propio camino y con todas nuestras diferencias, de que somos aquí y ahora una Unidad con Dios, con esta Tierra nuestra maltratada y herida, con el Cosmos entero, es decir, con todo y con todos los seres vivos, sobre todo con los más vulnerables y a los que nos apremia el impostergable deber de cuidar con inmensa ternura.
En la medida que nos empeñemos en construir solidariamente una nueva humanidad, armónica, fraterna y sororal, sin guerras ni violencia, con vivienda digna para todo ser humano, sin exclusiones; con una educación y salud integrales; con una riqueza equitativamente repartida; ayudándonos mutuamente a ser felices y a llevar nuestras cargas con amor, podremos experimentar y gozar ya, aquí en la tierra, lo que es el cielo.