“El señor es mi fuerte defensor” Jr 20,11
“No hay proporción entre el delito y el don. (…) por la obediencia de uno solo, todos alcanzaran la salvación” Rm 5, 15-19
“No tengáis miedo a los hombres. (…) A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre” Mt 10, 26-32
Querer como quiere Dios. Me acerco a la Palabra viva con el anhelo de encontrarme con el Resucitado y escuchar la propuesta que trae a mi vida, a nuestra vida. Siento que, a través de estas lecturas, me hace, nos hace una llamada, a la valentía y a la abandonada confianza en el Padre, para vivir expuestos como lo hizo Él.
Vivir expuestos/as como Jesús, dando testimonio, implica realizar el ejercicio heroico de incorporar la Palabra a nuestra vida y traducirla en acciones y gestos concretos. Implica ocuparnos de los planes del Padre siendo cauce de su Verdad y su Bondad: caña hueca que acoja su voz y la difunda; manos dispuestas a realizar su amor y su justicia; corazón abierto a la compasión que cobije a sus bienaventurados. Implica aprender y practicar los modos de Jesús: obediencia entregada, “He aquí que vengo para hacer tu voluntad”, confianza plena, donación y mansedumbre.
Jesús vive la obediencia como donación incondicional, como abandono confiado a la voluntad amorosa del Padre, que quiere hacerse cercanía. Jesús obedece, mostrándonos la compasión y ternura del Padre. Su obediencia es abrazo de voluntades. Nosotros/as sin embargo vivimos la obediencia, como falta de libertad, como obligación moral o como servilismo, como la vivía el hijo mayor de la parábola del “El hijo pródigo”. Pero no es esa la obediencia que el Padre quiere de nosotros/as. Él no quiere imponerse y se expone a nuestra libertad. Él nos quiere hijos/as libres para abrazar o rechazar su sueño, su proyecto de fraternidad universal, y necesita nuestro “sí” para realizar ese proyecto en nosotros/as y con nosotros/as. Ese “sí” nos compromete a vivir como Jesús.
Y vivir como Jesús y declararnos a su favor, no solo de palabra sino con hechos, significa recrear en nuestra propia vida, la vida de Jesús (¿Qué diría o qué haría Jesús en esta situación que vivo?). Significa vivir los valores del Reino en medio de nuestra cotidianidad. Es en los pequeños gestos de cada día, y no tanto en los grandes, donde se pone a prueba nuestra coherencia evangélica. Gestos de: respeto, escucha, ternura, misericordia, paz, humildad, generosidad, perdón…, y de amor hacia todas las personas, hacia las que nos gustan y hacia las que no nos gustan. Gestos, que son un “sí” a expansionar el amor del Padre, y que transforman profundamente nuestros modos de vivir y de relacionarnos.
Como personas libres podemos elegir: vivir el seguimiento a Jesús desde la comodidad y el miedo o desde la confianza y el amor.
Elegimos desde la pereza y el miedo cuando solo nos “vestimos” de cristianos sin serlo, y nos acomodamos a ser “seguidores de domingo”. Cuando nos adormecemos en la autocomplacencia de un compromiso de superficie, que no va a la raíz del Evangelio, por miedo a que se pongan patas arriba nuestras seguridades. Así como cuando nos declaramos a favor de Jesús con la boca, pero nuestro corazón se enreda en otros planes y se protege con una coraza, para que el dolor del mundo no lo toque y la injusticia no lo confronte.
También cuando amamos solo a los “nuestros” y apartamos de nuestra vida a los que nos molestan, negándoles incluso la dignidad y respeto que merecen. Elegimos desde la confianza y el amor, cuando nos abrimos y decimos “sí” al Espíritu renovador, consolador, fortalecedor de Dios, le permitimos que nos inunde y haga su trabajo en nosotros. Al abrirnos, nos vamos vaciando de nosotros/as mismas, haciéndole sitio a Él y a la humanidad que amorosamente cuida y abraza, permitimos que su amor sea en nosotros/as y se viva y se celebre en nuestro vivir cotidiano.
Al dejar nuestras puertas abiertas, nos abandonamos en sus manos y el Espíritu puede llevarnos adonde no queremos ir, ante la cruz y el sufrimiento. Porque: “Si el discípulo no es más que su maestro”, estaremos expuestos a ser rechazados, criticados, marginados, perseguidos, y no solo por los de fuera, sino también por los cercanos, los de dentro, los “buenos”, que es la persecución más dolorosa. Entonces, ¡cuánto cuesta dar ese “sí” confiado!
Jesús conoce nuestra fragilidad y no se cansa de salirnos al encuentro diciendo a nuestro corazón: “No tengáis miedo”, “Id”: Llevad mi esperanza y mi ternura a los bienaventurados; practicad mi justiciad; sed portadores de mi paz; sed aliento ético y profético que valientemente levante la voz ante la falta de autenticidad evangélica y ante las prácticas opresoras que condenan, en la pobreza, a los hermanos: “Decidlo a la luz (…) pregonadlo desde la azotea”.
Nos anima a ponernos en camino: sin alforjas, sin sandalias… Armados/as con la confianza de saber que “Él nos defenderá siempre”, y fortalecidos/as con su “dulzura escondida”, su mansedumbre. Esa mansedumbre que nos enseña a soportar, a permanecer en silencio, en paz y serenidad ante las tribulaciones, las malas palabras, los gestos amenazadores, las críticas y burlas, diciendo como el apóstol: “Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman, respondemos con bondad” (1 Cor 4,12).
Por difícil que esto sea, no nos conformemos con menos. No nos cansemos de intentarlo una y otra vez. Que, a pesar de nuestros miedos, resistencias y dudas, nuestra “voluntad de querer su querer” nos haga perseverar y con su gracia podamos abrirnos al “hágase”. Las manos amorosas del Padre no se cansarán de bendecirnos, levantarnos y sostenernos.