Por: M. Carmen Martín. Vita et Pax. Ciudad Real
Compasión y rebeldía
1. Abrir la puerta
No es fácil escribir sobre el Adviento en estos tiempos que corren, en los que pareciera que “las personas de buena voluntad” están dominadas por la impotencia y la resignación ¡Hay tantas cosas en nosotras mismas que quisiéramos superar y que se nos resisten! Después de tantos intentos fallidos, cómo abrir las puertas de nuestro interior para poder salir afuera y afrontar, con esperanza, el futuro.
Y si pasamos de lo personal a lo colectivo, la impotencia se hace más palpable, cómo hablar del Adviento en este mundo tan frío y deshabitado en el que vivimos. La crisis económica con sus millones de parados a cuestas, los dramas personales y familiares de hipotecas y desahucios, las tragedias de millones de seres humanos que mueren de hambre, el drama del sida en las jóvenes generaciones, las guerras preventivas para proteger intereses económicos, las miles formas de exclusión y marginación crecientes… ¿podemos hablar de esperanza en esta situación? ¿tiene algún sentido ni siquiera pensarlo?
La puerta se abre desde fuera
Y recordé que hace poco leí la carta que Dietrich Bonhoeffer escribe a su amigo desde la prisión en 1943: Por cierto, una celda de prisión como ésta es una buena comparación para la situación de Adviento; uno aguarda, espera, hace esto o aquello -al fin y al cabo cosas accesorias-; la puerta está cerrada, y sólo puede abrirse desde fuera.
La imagen de la “puerta cerrada” que sólo puede abrirse desde fuera ilumina el momento personal y social. Es una llamada a reconocer con humildad nuestros límites y que, verdaderamente, necesitamos que alguien, Dios en persona, nos abra la puerta.
El Adviento significa, precisamente, eso, que la puerta se nos tiene que abrir desde fuera porque ya no sabemos o no podemos o no queremos abrir desde dentro; que todo nuestro esfuerzo es un camino hacia el futuro, pero necesitamos que el futuro venga a nosotras; que la Compasión salga al encuentro de nuestra compasión. No en vano rezamos cada día: “¡Venga a nosotras tu Reino!”.
El Adviento nos ayuda a tomar conciencia de la situación personal y mundial, especialmente, la mayoría del mundo que malvive de forma precaria; pero también nos invita a descubrir el estado de gravidez de ese mundo y de la historia. Y nos aprestamos a abrirle paso a esa pequeña criatura que se nos anuncia y que crece ya en el vientre de nuestra estéril historia (Is 11,1-10).
Avivar el deseo
Para dejar abrir la puerta desde fuera es conveniente avivar el deseo. El deseo es movilidad y dinamismo pero la impotencia ante el mal y, sobre todo, ante el sufrimiento de los pequeños hace que nos quedemos paradas, quietas, gustando la incomodidad de nuestra propia vergüenza. Nos sentimos inútiles, incapaces de hacer nada y el lamento como única herramienta de transformación.
Por eso, es necesario entrar en nuestras propias entrañas y avivar el deseo adormilado (Rm 13,11-14). El Adviento es el tiempo del deseo. Quien reprime el deseo se hace adicto. La adicción es un deseo reprimido. El Adviento es el tiempo oportuno para transformar de nuevo nuestras adicciones en deseos. Las adicciones, las dependencias internas y externas, nos impiden dejar abrir nuestra puerta. El deseo nos pone en camino hacia Jesús y seguirle es desear como Él, aprender a dejarse cambiar el corazón desde su amistad y cercanía, aceptar la invitación a estar con Él…
Pongo nombre a mis dependencias. En este Adviento intento superar una, y avivar, así, el deseo de Dios que me desea.
2. Esperar esperando
Para dejar abrir la puerta necesitamos el deseo y junto a él: esperar. No cualquier espera. La espera o es ardiente o no es espera porque siempre que nos ponemos en actitud de esperar viene el cansancio, las dudas o incluso el desespero. El Adviento nos invita a esperar con pasión y a consentir en esa espera pero no es fácil.
Enemigos de la espera
En primer lugar, la urgencia del deseo. Tan ansioso, tan rápido en su movilidad, tan disperso a veces, tan lleno de empuje, tan falto de paciencia… El deseo no soporta aplazar la gratificación, no se resigna con facilidad a no seguir deseando. La urgencia del deseo es un enemigo de la espera porque no consiente en mantenerse alerta, sin saltar ya sobre la presa, sin abalanzarse sobre lo que desea. Y entonces, el deseo, desorientado por la falta de meta inmediata, se acurruca de nuevo en su rincón y se desinfla.
En segundo lugar, la dulce nostalgia. Dulce porque nos traslada a la región del ayer feliz, de lo conocido y gustado en otro tiempo, el tiempo del amor, de la felicidad, del ensueño… Pero traidora, porque nos desarraiga del presente real, el que tenemos, del que disponemos para fraguar la espera. La nostalgia nos hace volver hacia atrás la cabeza y nos enfría el corazón, porque lo que anhelamos ya no está, el dulce recuerdo de la memoria nos está incapacitando para permanecer alerta, con las lámparas encendidas y el aceite del sentido en el corazón.
En tercer lugar, la impaciencia por lo que esperamos. Los apremios de la voluntad, a veces, no nos indican de verdad el camino, sino el falso atajo; la solución rápida que a nadie convence; la excusa improvisada de la falta de tiempo para no atender al que lo solicita. La impaciencia es un modo de estar acorde con la cultura de las prisas, de la alternativa simple a la cuestión que nos molesta, de la superficialidad ante las ocupaciones que nos cansan.
Frente a todos estos caminos falsos debemos reaccionar con fuerza. La paciencia parece una virtud pasiva, pero no lo es. Nos exige una vigilancia grande, unas dosis enormes de audacia para tener calma, para no adelantar los acontecimientos, para dejar al tiempo que haga su trabajo, lento pero firme, en las opciones de nuestra vida (Rm 15,4-9).
Aprender a esperar
Para que puedan abrir nuestra puerta desde fuera necesitamos consentir en la espera, aprender a esperar esperando. Hacer la práctica cotidiana de tener que renunciar a lo que aún no está maduro del todo, acallar la urgencia del tirar de la brizna de hierba para que crezca más deprisa.
Consentir en la espera significa saber acompañar a ese joven que, aún demasiado torpe, no acierta a vivir como adulto; o acompañar a esa anciana, demasiado impaciente porque siente que la vida se le va de las manos… Y esperar lo mejor, no importa la edad, en lo que aún no es sino brote tierno, bosquejo sin perfilar, obra en construcción.
Consentir en la espera también es aprender de quien no quiere, o no puede, reconstruirse. Del que hace de sus tropiezos el pan de cada día, del que se juega la vida con las pastillas o el alcohol. Del ama de casa que no sabe cómo llegar a fin de mes. Se hace difícil esperar la aurora cuando la noche se va haciendo tan larga, tendida en la cama de un hospital o en el jergón de la cárcel. Y la espera también exige su consentimiento en las personas que queremos otra Iglesia más profética pero que no llega, en el parado de larga duración para quien la rutina estéril del día a día le anuncia el retiro demasiado anticipado.
Debemos aprender a resistir en la espera, a consentir en ella que, como una buena amiga, nos acompaña a lo largo de los días y nos dice al oído palabras de compasión. Consentir en la espera es aprender a esperar (Flp 1,4-6.8-11).
Cómo voy a consentir en la espera en este Adviento.
3. La rebelde compasión
Ante tanto sufrimiento e impotencia nos brota espontáneamente la rabia y la compasión. De un modo u otro “se nos estremecen las entrañas”. Pero cómo combinar eficazmente la compasión y la rebeldía.
Escuchar las voces del exterior
La forma más segura es escuchando las voces que nos llegan del exterior. Cuando escuchamos la voz desde fuera, ésta nos alerta y nos despierta de la somnolencia en la que nos encontramos, al abrigo de los muros de la casa. Pero esa llamada que así nos pone en guardia también despierta los miedos que, agazapados, parecían haber desaparecido. Son miedos a muchas cosas. Miedo a lo desconocido, a complicarnos la vida, al fracaso y, sobre todo, a ser dañadas, a resultar peor el remedio que la enfermedad.
Para luchar contra los miedos es bueno seguir escuchando. Sí, la puerta del corazón se abre desde fuera. Necesitamos sentir que quien nos llama es el mismo que cree en nosotras y nos presta su confianza y su cariño. Sólo creemos en quien nos ha robado el corazón. Por eso, para abrirle la puerta, necesitamos antes creer en Él, escuchar su voz y sentir su presencia.
“Todo el cristianismo no es más que una Presencia” decía Maurice Zundel. Una presencia que presentimos y que nos llama desde fuera y nos pide que le abramos para entrar. En este tiempo nuestro del año 2012, Dios mismo nos abre el corazón para entrar en nuestra casa. Él es la llave que abre y nadie puede cerrar, la mano que nos cura, el amor siempre despierto que disipa los temores y nos hace nacer la aurora de la Esperanza (Tit 2,11-12).
Porque en la escucha del Otro, de los otros, está la fuerza que nos libera de la parálisis y nos pone en guardia frente al temor que no nos deja actuar. Necesitamos una voz desde fuera que nos llame, que nos invite a alejarnos de nuestros miedos y que nos espoleee para volar. Sabemos que, al escuchar la voz del que nos llama, nos vemos forzadas a la vez a llamarle a Él, a responder a su invitación. Él está a la puerta llamando con insistencia y queriendo despertar nuestro dormido corazón. Sabemos que es Él, porque conocemos su voz, porque intuimos su cercanía, porque presentimos y anhelamos su presencia y su figura. Y porque le escuchamos decir “podéis ser compasivas como Dios es compasivo”, estas palabras no son un imperativo moral son, sobre todo, una revelación. Una revelación que nos impulsa con urgencia a ejercitarnos en la rebelde compasión: “Sed compasivas como vuestro Padre” (Lc 6,36).
La compasión: fruto maduro
Compasión que se nos regala cuando levantamos la mirada de nuestros propios egoísmos y nos aprestamos para la rebeldía. Sólo si concebimos esta historia nuestra, tan dramática, pero tan de Dios, como lugar de la compasión de Dios podremos tener compasión. Compasión y rebeldía porque el mundo de la injusticia y la pobreza claman a nuestro corazón humano y creyente. ¿Sabremos reavivar la esperanza en tantas hermanas y hermanos con el corazón herido? ¿Tenemos una palabra de aliento y de consuelo para la gente?
Ser compasivas tiene sus propias trampas y, lejos de reducirnos a una tranquila satisfacción de “lo buenas que somos”, nos exige una verdadera puesta en práctica de la ciudadanía. Al hablar de compasión no hablamos de altruismo, ni mucho menos de heroicidad, hablamos de responsabilidad en la práctica de la justicia (Lc 3,10-18).
La autenticidad de nuestra espera se acredita cuando descubrimos que las voces que nos llegan nos exigen una escucha creciente para percibir su situación y asumir, con sencillez, sus necesidades. Ser compasiva es atreverse a cruzar las fronteras detrás de las que, creyendo protegernos, lo que hacemos es aislarnos de los demás y privarnos del regalo que sus vidas nos podrían ofrecer. La verdad de nuestra espera se fragua al hacernos testigos de tantas historias de sufrimiento, casi olvidadas, a las que no prestamos la atención que requieren.
La compasión como sentimiento de pena no es el primer impulso que nos alienta, sino el poder participar en el milagro de alcanzar una mirada nueva para crear futuro. Si nos instalamos en el presente, más o menos acomodadas, y dejamos entrar en nuestro corazón la idea de que estamos en el mejor de los mundo posibles, les estamos robando a los “sin nada” el único capital del que disponen: su futuro.
Abrirnos a la compasión rebelde es el fruto acabado, no de una mala conciencia, sino de una experiencia de bendición. La experiencia de sabernos aceptadas sin méritos, gratuitamente, porque sí, porque se nos quiere, porque chorrea sobre nosotras, a raudales, “el amor primero”, porque nos han robado el corazón, nos lo hemos dejado robar y lo tenemos abierto de par en par (Lc 1,26-38).
Qué voces exteriores tendría que oír más en este Adviento para que mis entrañas se estremezcan. Por dónde tengo que seguir profundizando en mi compromiso con la justicia.
Oración del Adviento
Aquí estoy, Señor… a las puertas de un Adviento más,
entre estremecida, asustada, aturdida y expectante…
Percibiendo cómo avivas en mi pobre corazón las cenizas del deseo,
cómo despiertas con un toque de nostalgia la memoria,
que se despereza y abre sus ojos al pasado, deslumbrada por el agradecimiento…
Aquí estoy, Señor… a las puertas de otro Adviento,
desempolvando mi esperanza,
consintiendo en este esperar, siempre el mismo, siempre nuevo.
Consistiendo en que mis entrañas se estremezcan
a la escucha de los susurros de la vida.
En este esperar que traduce la secreta y profunda intuición
de que me has robado el corazón, me lo he dejado robar
y lo tengo, con temor y temblor, abierto de par en par para ti.
Aquí estoy, Señor… a las puertas de este Adviento.
Una vez más enfrentada a la paradoja de esperar lo inesperable…
de tener que ejercer esta esperanza para existir…
de hacerme consciente de que ser es esperar…
esperar desde la rebelde compasión
que fragua un futuro más justo para los que no tienen nada.
(Cf. Xavier Quinzá Lleó, SJ)
Celebro y agradezco la puerta de mi corazón y del mundo abierta por Dios, aunque sólo sea una rendija pequeña.