Esperar o no esperar
Por: M.Carmen Martín. Vita et Pax. Madrid
De vez en cuando necesitamos frenar, detenernos, tomar aire, mirar alrededor y recobrar el aliento. La vida nos lleva de forma acelerada. Es bueno aprender a esperar. Parece una contradicción pero, quizás, conforme nos vamos haciendo mayores, nos cuesta más esperar. Puede ser porque constatamos de manera más clara que solo tenemos una vida, que nuestro tiempo es limitado y pasa, que no podemos aspirar a vivirlo todo, experimentarlo todo, hacerlo todo… Somos finitas y nuestras posibilidades y capacidades también lo son.
Adviento es un tiempo para aprender a esperar. Esperar nos ayuda a ser mujeres confiadas, a no saber exactamente qué ocurrirá mañana, pero creer desde la hondura que, sea lo que sea, será bueno si lo vivimos desde Dios. Esperar nos hace libres interiormente. La espera aguza nuestras ideas. Nos concede el tiempo y el espacio, la perspectiva y la paciencia que nos permiten distinguir entre lo bueno, lo mejor y lo óptimo. La función del Adviento es recordarnos a quién estamos esperando, por si acaso vamos tan ocupadas en nuestras tareas o tan ensimismadas en nosotras que nos olvidamos.
- Tiempo de espera
Pero, qué se espera en este tiempo. El tiempo que llamamos “Adviento” es precisamente eso, tiempo de espera y de preparación. Pero en nuestro primer mundo rico y en crisis, en las primeras semanas de diciembre aparecen muchos tipos de espera, de intereses, expectativas…
Los estudiantes y las personas con trabajo esperan unas vacaciones; viene bien cortar con el ritmo habitual, con la rutina, y dedicar unos días a descansar.
Las vacaciones navideñas implican, en la mayoría de los casos, encuentros familiares. Los niños esperan los regalos porque la Navidad es tiempo de regalos. Las personas que les gusta la buena comida esperan los menús que se tienen asociados a estas fechas; en cada hogar tenemos la costumbre de repetir platos que se transmiten de generación en generación…
Los comerciantes esperan que las Navidades impliquen muchas compras; a ver si, en tiempos de crisis, por lo menos, se da bien el fin de temporada. Los consumidores, por su parte, prefieren esperar a que lleguen las rebajas que, total, es cuestión de posponer las compras un par de semanas.
La gran maquinaria del turismo espera la temporada de Navidad para concluir el año con ganancias; todos los medios de transporte y servicios se unen a esa espera. Quienes pueden, esperan este tiempo para ir a esquiar o a lugares más cálidos y tomar el sol. El bronceado de invierno luce más.
Quien más quien menos espera la lotería, a ver si cae un pellizquito.
No pocas personas esperan que las Navidades pasen pronto, por diferentes y variados motivos no les gustan estas fiestas…
Hay otras esperas que se viven sin ánimo ni esperanza. El tiempo, la rutina, el aburrimiento, el cansancio, la vejez, la soledad, el dolor del mundo… hay muchos motivos para bajar la guardia en la espera. Qué difícil resulta mantenerse firmes. “Quien espera desespera” dice el refrán. Quisieran no tener que escuchar las conversaciones de siempre, las mismas quejas, comentarios o dolores todos los días, las noticias idénticas en el telediario; no abrir el periódico para no ver el rosario cada vez más alarmante de atrocidades, los políticos a lo “suyo”, la corrupción que no cesa… Esperar se hace duro.
Y, hay un ingente número de personas para las cuales hablar de espera y esperanza es una especie de burla y humillación: las que están sumidas en el dolor de la enfermedad; quienes arrastran su falta de trabajo como un deshonor; los refugiados que no encuentran sitio “en ninguna posada” del mundo; los niños y niñas que huyen solos hacia países donde no se les quiere; las personas que, rendidas por el cansancio, se duermen con el sonido de las bombas sobre sus cabezas; aquellas que hoy no tendrán nada para comer; las que pasarán frío en las calles…
Entonces, quién espera a Dios. Y, en medio de este panorama, quién espera a Dios. Porque esto es lo que hacemos en Adviento ¿no? ¿Lo espera mi familia, mis hermanos, los sobrinos? ¿Lo espera mi Centro, mi grupo? ¿Lo esperan mis vecinas, las gentes de mi bloque, de mi barrio? ¿Lo esperan los políticos, los gobernantes, la ONG que conozco? ¿Lo espera mi ciudad, mi pueblo, mi país?… ¿De verdad lo espero yo?…
Quién espera a Dios, quién se entera de lo que acontece. Encima, esperar a Dios no es algo fácil, porque, de qué se trata. ¿Es esperar los momentos de celebración familiar? ¿Es esperar la rica liturgia de estos días, la misa del gallo, el belén, los villancicos, los relatos sobre el nacimiento…? ¿O acaso debemos esperar algo más personal, único, espiritual…? ¿O va a ocurrir algo nuevo en el mundo? ¿Va a venir Dios otra vez?… ¿Qué es esperar a Dios?
Qué es esperar a Dios. Esperar a Dios es ser consciente de que el mundo, y la vida, necesita una Buena Noticia auténtica y tratar de encontrarla en la cercanía de Dios y su Evangelio.
Esperar a Dios es vincular, desde la raíz, mi vida y mi destino con todas las personas que ya no esperan o esperan otras cosas, como lo hizo Jesús, nuestro Dios.
Esperar a Dios es hacer el bien allí donde una se encuentre. Es justo ahí y no en otra parte, es justo en ese momento y no mañana, es a esa persona y no a otra que yo deseo.
Esperar a Dios es “tener cuidado” de los otros y de las otras mientras espero. Desarrollar en mí una sensibilidad que me ayude a percibir su situación y asumir, con sencillez, sus necesidades.
Esperar a Dios es hacernos testigos de tantas historias de sufrimiento olvidadas. Es unirnos a la lucha de los empobrecidos por conseguir un futuro más digno y humano.
Esperar a Dios es reconocer que la propia vida personal aspira a una plenitud que no tenemos. Porque crecemos, y siempre podemos ir más allá y más adentro. Y podemos vivir con más profundidad. Así que esperar a Dios es preguntarnos por eso que falta, que me falta, y buscar en el entorno de Dios la respuesta. Dejar de crecer es empezar a apagarse.
Esperar a Dios es creer que Dios no es un Dios distante, ajeno a la creación, desvinculado de la historia humana y de mi historia. Es creer que Dios sigue presente en nuestro mundo, entre los desesperanzados, entre los empobrecidos, entre nosotras… Dios, que nos ha bendecido con el “amor primero” y que a él nos remite cuando nos desalentamos.
Esperar a Dios es ir comprendiendo que nuestro corazón no nos engaña cuando nos asegura que podemos aguardar el futuro, porque lo que nos espera por parte de Dios no va a frustrar nuestra esperanza (2 Pe 3,13)…
- Nosotras sí esperamos a Dios
Adviento. Adviento es un tiempo para la espera humilde, vivida como alternativa real a las esperas neoliberales del sistema y como propuesta a la desesperanza dolorosa de muchas gentes; es un tiempo para que los creyentes hagamos prácticas cotidianas de espera; una espera en la sencillez, el compromiso y la firmeza. Tal vez, sólo somos “un resto” las personas que hoy esperamos a Dios. No importa, nosotras sí esperamos a Dios, sí vivimos el Adviento.
Queremos vivir nuestro “hoy” como una oportunidad para ir más allá de la rutina y la seguridad y creer que es posible el milagro de lo nuevo que brota. Esperar al Niño Dios nos recuerda que las bases para la felicidad verdadera se encuentran en lo pequeño, en lo frágil; es ahí donde echa raíz una dicha más profunda, en los márgenes transformados en centro. Anhelamos convertir nuestra vida en ese villancico vital que brota cuando Dios crece en nosotras. Pero es un “hoy” en el que también corremos el peligro de quedarnos fuera de lo que ocurre, que nos dejemos arrastrar por la corriente y estemos perdidas en una burbuja de noticias, entretenimientos, inseguridades… sin darnos cuenta que “algo nuevo está naciendo” y anticipa la fraternidad universal.
Por eso, queremos estar atentas, bien despiertas; no esperamos a Dios de cualquier manera, nos preparamos para acogerlo y lo hacemos mirando el pasado para que ilumine nuestro presente y caminemos hacia el futuro.
Miramos el pasado. Adviento fue el tiempo en que una chica de pueblo, probablemente con poca formación y mucha sensibilidad, intuyó que se le pedía algo muy exigente y, frente a recelos y seguridades, se atrevió a decir: “Hágase” (Lc 1,26-38). No era una decisión fácil. Le cambió la vida y la convirtió en servicio (Lc 1,39-45) y en canto sobre un Dios desconcertante que a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos (Lc 1,46-56). Fue el tiempo en que un hombre justo tuvo que elegir entre fiarse de un sueño o confiar solo en sí mismo. Se fio del sueño, de aquella mujer y de Dios. Su confianza se volvió esperanza, y su esperanza se volvió salvación (Mt 1,18-25). Fue el tiempo en que un hombre y una mujer, ya entrados en años, aprendieron a reconocer el poder de Dios, que puede hacer cosas admirables más allá de costumbres y normas (Lc 1,5-25). Fue el tiempo en que algunos, movidos por el deseo de búsqueda de más y mejor, se “liaron la manta a la cabeza”, se desinstalaron de sus comodidades y salieron a buscar a Dios (Mt 2,1-12). Fue el tiempo en que otro muchacho se echó al monte, o al desierto, para denunciar la hipocresía que le rodeaba y clamar por la llegada de alguien que traería una Buena Noticia (Mt 3,1-12). En Adviento, algunos, encerrados en sus palacios y sinagogas, no se enteraron de nada. Y, cuando se enteraron, no lo entendieron o lo percibieron como amenaza a eliminar (Mt 2, 3). Otros, a la puerta del templo, firmes en su fe, esperaban sin desfallecer a que se cumpliese lo que un día habían creído (Lc 2,25-38). Los pastores de entonces y los de ahora, cada noche, cuidan los rebaños, a la intemperie, excluidos de las ciudades. Todavía no saben que, una noche de estas, algo cambiará (Lc 2,8-20).
Este Aviento voy a tomar un tiempo más largo para la oración con estos personajes y voy a elegir uno para que me acompañe de manera especial.
Iluminar el presente. Ahora es nuestro Adviento. El tiempo en que nosotras buscamos y esperamos. Nuestro hoy no se da en los campos de Jerusalén ni en los caminos de Galilea, sino en Guatemala, Valencia, Madrid, Ruanda… en nuestras casas, calles, pueblos, trabajos, voluntariados… Es el tiempo de confrontarnos con el Magníficat revolucionario de esa mujer profética, María, en el que todo lo nuevo se anuncia acabando con algo, se exaltan los pobres tras caer tronos poderosos (Lc 1, 46-55). Es el tiempo de dejar la tierra de lo cómodo para seguir la estrella que convierte la propia vida en Buena Nueva para los pobres, inquietando al Herodes de dentro y fuera de nosotras (Mt 2,16), a ese “Herodes” interior que se lava las manos, que se desentiende y olvida a los demás, que no se compromete con nada (Mt 27,24). Es el tiempo de preguntarnos por qué no viene Dios a los palacios y cuidadas casas y sí a las cuevas de animales y pastores (Lc 2,1-7). Es el tiempo de visitar los verdaderos belenes, ese Belén que hoy se encuentra en las mujeres y hombres, sobre todo en los empobrecidos. Es el tiempo de aceptar la invitación a ser más humanas siendo “auténticas en el amor y creciendo en todos los aspectos hacia Aquel que es la cabeza, Cristo” (Ef 4,15). Adviento es tiempo del Espíritu Santo, la Ruah ha hablado por medio de los profetas, ha anticipado con sus primicias de alegría la venida de Cristo en sus protagonistas como Zacarías, Isabel, Juan, María… nosotras.
Es nuestro Adviento. Ahora que parece que tenemos menos fuerzas y más debilidades, ahora viene Jesús a decirnos que hay caminos nuevos, que podemos reorientarnos, que hay posibilidad de ahondar y de empujar el Reino, que la fraternidad es más posible que nunca. Ahora es cuando Jesús nos dice que siempre es buen tiempo para seguirle con más hondura, que siempre hay ocasión de disfrutar de su presencia, que siempre podemos crecer viviendo de su Vida. Nos dice que ahora el mundo necesita más de nosotras, para que seamos su Vida y su Paz… Y nos pide, una vez más “renacer de nuevo” (Jn 3). ¿Diremos, como Nicodemo, que es muy hermoso el reto pero imposible? No. No lo diremos. Sabemos de nuestra debilidad pero también de nuestro gran deseo; en la hondura de nuestras entrañas renace Dios.
Podríamos enfocar el Adviento de este año como una invitación no a las esperas de siempre, sino como tiempo para desvelar lo nuevo que llama a nuestra puerta. ¿Cuál es la novedad de este Adviento?
Caminamos al futuro. Somos un pueblo, o sólo un resto, que camina y junto a él, camina Vita et Pax. No estamos paradas, tal vez, vamos más despacio pero seguimos adelante. Somos las que somos en el Instituto, en la Iglesia, en la sociedad… No podemos desalentarnos, ni lamentarnos, ni arrinconarnos porque somos pocas o mayores. El éxito de la vida y del seguimiento de Jesús no estriba, por suerte, en el número, sino en el amor.
El Adviento nos ofrece, entre otras cosas, una mística contra el desaliento, siendo realistas. Es una mística de resistencia firme, de coraje interno para poner la otra mejilla a la dura realidad y permanecer en la búsqueda. El Adviento quiere ayudarnos a estar ahí, en el mundo, con una propuesta de vida, con lucidez. Estar en lo cotidiano, donde las gentes ya no esperan o esperan sus propios intereses, sabiendo encajar lo mejor posible lo que nos viene encima, con esperanza y abiertas a las posibilidades, siempre creíbles, de un mundo mejor. Y participar en su construcción. Adviento no es sólo un tiempo concreto, es una manera de vivir.
La esperanza abre de par en par las puertas del futuro. La esperanza y la paciencia se complementan y enriquecen. La paciencia es la virtud que arraiga la esperanza en la dura realidad, dándole así esa firmeza que la distingue de las lejanas utopías. Por su parte, la esperanza pone alas a la paciencia y la diferencia de la resignación.
Esperar a Dios es mirar al mañana y confiar en su promesa. Dios nos ha prometido que nunca nos abandonará, que siempre estará con nosotras. Nos ha prometido que hemos nacido de su deseo y amor verdadero y que nos quiere incondicionalmente. Nos ha prometido que la vida tiene sentido, y ese sentido lo descubrimos en el camino, tras las huellas de Jesús. Nos ha prometido que la fraternidad universal es su sueño más querido y que dará su vida por hacerla realidad. Nos ha prometido que el mundo puede ser un lugar mejor si aprendemos a compartir con otros la mesa, la paz y la Palabra…
Es tiempo de ver si soy capaz de escuchar esas promesas y me las creo. Si, al final, espero o no espero. Si espero, me pondré en marcha en la construcción de un mundo mejor. Qué voy a compartir yo este Adviento para que, de verdad, nuestro mundo sea mejor.