Epifanía del Señor.6 Enero 2015
Por: Guillermo Múgica. Sacerdote. Pamplona
La de la luz es una de las imágenes bíblicas más reiteradas y fecundas. Ha atravesado también las celebraciones de la Navidad. Y la festividad de Epifanía, ya con ese “llega tu luz” de Isaías, nos la pone ante los ojos con más fuerza si cabe. Porque de luz nos hablan a la postre las tres lecturas del día, aunque en formas, lenguajes y con simbologías distintas. Luz que ilumina, provoca, orienta y da sentido. Luz anhelada, buscada, discernida y recibida. Luz que manifiesta y revela. Luz, también y finalmente, compartida, testimoniada, proclamada. Luz que, en tiempos tan convulsos y de cambio como los actuales, nos invita quizás, ante todo, a una actitud y mirada positivas.
Dios Padre-Madre no nos abandona sol@s y a oscuras por los caminos de la vida. Siempre, aun en medio de la noche, de modos diversos, a todos los pueblos y culturas, y a todas y cada una de las personas les ha sembrado el cielo de estrellas, de ‘buenas’ estrellas. Nos referimos con ello a las “semillas del Verbo”, de las que ya en la antigüedad nos hablaron los Padres y sobre las que, más recientemente, nos llamó la atención el Vaticano II. Unas semillas que nos evocan la universalidad y el carácter incluyente de la obra salvífica y liberadora de Dios en Cristo Jesús. En la pasada Navidad, el anciano Simeón ya nos hablaba de una luz destinada a “alumbrar a las naciones” (Lc. 2,32) y el evangelista Juan, en referencia al Verbo de Dios venido a este mundo como “luz verdadera”, nos indicaba que la misma “ilumina a todo ser humano” (Jn. 1,9). Jesús, su luz, su fuerza vivificadora no son, pues, propiedad privada de los cristianos y cristianas. Y sobre este punto, no lo olvidemos, la festividad de Epifanía nos hace una fuerte llamada de atención. Los Magos de Oriente, que, además, no llegan con las manos vacías, la representan.
A los cristianos y cristianas, en tiempos de cambio como los presentes, esta festividad nos trae a la mente y al corazón una cuestión tan importante como la de “los signos de los tiempos”, con todo lo que ellos implican: nuestro no saber concreto de la voluntad del Señor para nosotros y nosotras en el aquí y ahora; el soplo del Espíritu que, como brújula, nos marca dirección; su manifestación a través de mediaciones humanas, con todo lo ambiguo, inevitablemente, de las mismas; el discernimiento en fe como la actitud espiritual y moral cristiana básica; el lugar y papel de la Comunidad, etcétera. No es neutro ni casual que en las últimas décadas, a pesar de constituir ellas tiempos socialmente duros y eclesialmente de invierno, un contenido evangélicamente tan importante como el de los signos de los tiempos – y tan significativo en el último Concilio – desapareciera prácticamente en una parte notable del vocabulario espiritual, pastoral, teológico y eclesial.
Necesitamos ser alumbrados, pero también es nuestro deber alumbrar. “Sois luz del mundo” (Mt. 5,14), nos dice Jesús. Pero, tanto como gratuita participación, este ‘ser’ del que aquí se nos habla, representa también un deber ser. No nos vendría mal, por eso, aplicarnos a nosotro@s mism@s lo que Juan evangelista señala del Bautista: “No era él la luz”, sino que vino “a dar testimonio de la luz” (Jn. 1, 7-8). ¡Seamos, pues, testigos de la Luz; seamos testigos de Jesús y del Evangelio con nuestra vida. Y como la anciana profetisa Ana – que en eso del testimonio, como en muchas otras cosas, las personas mayores nunca sobran – “hablemos del niño a cuantos esperan la liberación” (cfr. Lc. 2,38)! No en vano epifanía es una fiesta misionera. Y la misión suele tener que ver, muy especialmente, con el testimonio de fe en situaciones de desierto, periferia y frontera.