Domingo 4º del TO. Ciclo C
Por: Sagrario Olza. Vita et Pax. Pamplona
El Evangelio de hoy enlaza con el del domingo pasado: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Son las palabras de Jesús en la sinagoga de Nazaret, su pueblo. Él había sido enviado para realizar la profecía de Isaías: “… anunciar el Evangelio a los pobres… la libertad a los oprimidos…”(Is.61,1.) El pueblo aprobaba lo que Jesús decía y todos se admiraban de sus palabras pero les costaba aceptar que aquello se cumpliera en él: “¿No es éste el hijo de José?” Esta reacción de sus paisanos le hizo decir a Jesús: “…ningún profeta es bien mirado en su tierra”.
Jesús es “el Profeta”, en el que se cumple la Escritura, todo aquello que había sido anunciado y prometido por los Profetas del Antiguo Testamento. Es el que anuncia que ha llegado la Buena Noticia, con sus palabras y con su vida. Él es la Buena Noticia, “Jesús mismo es Evangelio de Dios”, señala Pablo VI en la “Evangelii Nuntiandi”(nº 7).
Nosotros, los cristianos, seguidores de Jesús, somos también profetas. Escogidos “antes de salir del seno materno”, nos dice Jeremías en la primera lectura de hoy. “Profetas de los gentiles”, es decir, con la misión de anunciar a todos la Buena Noticia. Y es lógico: si seguimos a Jesús es porque nos ha convencido su persona, su Mensaje, sus palabras y su vida y todo ello nos parece bueno, muy bueno, no solo para nosotros sino para todos los demás.
El Evangelio, anunciado con palabras y con obras, es bueno especialmente para los pobres, que hoy son la mayoría de la humanidad. Somos profetas que proponemos una manera diferente de vivir, alternativa de la que produce el sufrimiento que hoy padece tanta gente. Profetas que anuncian y trabajan por la justicia, por un justo reparto de los bienes de la tierra, que son para todos; profetas para liberar a los oprimidos por el hambre, por el acoso y la persecución que causan los fanatismos religiosos, políticos y los poderes económicos; que dan lugar a tantas muertes, a salidas forzosas y masivas de sus casas y tierras a gentes de tantos países, las que después tienen que vivir –si se puede llamar vivir– padeciendo el rechazo de los que producimos esas situaciones.
Somos profetas, seguidores de Jesús, anunciadores y hacedores de fraternidad, porque pertenecemos a una única familia humana, todos hijos de un mismo Padre. Nuestras vidas se mueven desde este principio que nos debe llevar a compartir, no solo los bienes materiales que disfrutamos sino todo lo que somos, en una actitud de servicio y de intercambio, en un dar y recibir.
Y todo hecho desde el amor, por amor, con amor… fraternalmente. San Pablo nos lo recuerda en la segunda lectura: “Ya podría yo tener el don de profecía… podría tener fe como para mover montañas… podría repartir en limosnas todo lo que tengo… si no tengo amor, de nada me sirve”. No se trata de dar de lo que yo tengo –de manera autosuficiente- sino de compartir entre todos lo que somos y tenemos, porque todo lo hemos recibido para un beneficio mutuo. Y esto solo se puede hacer desde el amor, “que no presume ni tiene orgullo, no es grosero ni egoísta, no se alegra de la injusticia sino que goza con la verdad…”.
Dios es Amor, por definición. Y el Papa Francisco nos acaba de decir que “El nombre de Dios es Misericordia”. Podemos decir pues, de la misma manera aún más completamente: Dios es Amor Misericordioso. Para hablarnos del Padre, para explicarnos claramente cómo es ese Padre, Jesús nos contó la Parábola del Padre Misericordioso. Nosotros la llamábamos antes la Parábola del Hijo Pródigo. Creo que los dos términos son válidos –nosotros somos los pródigos, que nos alejamos continuamente de la Casa paterna- aunque prevalece la figura y la actitud del Padre que se adelanta, que siempre espera, que siempre acoge, que se alegra por nuestro regreso.
Nosotras, nosotros, que fuimos elegidos profetas antes de salir del seno materno y seguimos a Jesús para hacerle presente hoy en nuestro mundo, sabemos cuál es nuestra misión y este mundo la necesita. El Papa Francisco nos invita, nos urge, a practicar la Misericordia en nuestras relaciones, que han de ir precedidas de las actitudes y sentimientos de nuestro corazón.
Conscientes de nuestras infidelidades, de nuestros alejamientos, vivamos el año Santo de la Misericordia regresando confiadamente a la Casa del Padre y derramemos esa Misericordia entre tantos miembros sufrientes de nuestra familia, la sola familia humana a la que todos pertenecemos.