Por: D. Cornelio Urtasun
Poco tiempo antes de la Pascua se dispone Jesucristo a subir a Jerusalén con sus doce apóstoles. Sin embargo, quiere preparar sus ánimos y poner delante de sus ojos la gran realidad que Él va a vivir y que es preciso que ellos la vivan también intensamente: “Mirad, les dice, que subimos a Jerusalén y allí se cumplirá cuanto escribieron los Profetas del Hijo del Hombre, será entregado a los gentiles y escarnecido, azotado y escupido; y después de azotado le darán muerte y al tercer día resucitará” (Lc 18, 31-34).
Ellos, continúa el Evangelio, no entendieron nada ya que este lenguaje les era ininteligible y no comprendían lo que se les decía. ¡Amaban tan imperfectamente a Jesús! Sin embargo, se ponen animosamente junto a Él y le acompañan a Jerusalén.
La Iglesia va a hacer con sus hijos lo mismo que Jesús hiciera con sus discípulos. Estamos ya en la Cuaresma y nos invita a subir con Él a Jerusalén. Los Apóstoles no entendieron nada de lo que les dijo el Señor. ¡Tan difíciles son de comprender, aun para el hombre piadoso, las palabras de dolor y de humillación!
Marchamos con la Santa Cuaresma, nos dirigimos hacia el Viernes Santo, camino de la Cruz. Y, tal vez, dejamos que el Señor ande solo el camino de la Cruz… queremos que nos dispense de la penosa obligación de acompañarle.
¡Qué pena! Escuchamos con gusto aquella frase del Apóstol: “Lejos de mi gloriarme en otra cosa que en la cruz de Cristo” (Gál 6, 14). En la cruz está nuestra fuerza. Ellos no entendieron nada de lo que Jesús les dijo… tampoco nosotros quizás.
Dura, penosa es la tarea que vamos a emprender… pero el medio de que nos vamos a servir es excelente; es la caridad que tan magistralmente nos la pinta San Pablo (1 Cor 13,1-13). La caridad, el amor, es lo que impulsó a Jesucristo a Jerusalén para entregarse por nosotros… el amor nos obliga también a nosotros a marchar, a sacrificarnos con Jesús; a darle todo: cuerpo y alma, tiempo y salud, todo el corazón con apegos e inclinaciones.