Retiro de Cuaresma 2016

Este es el tiempo de la misericordia

Por: M. Carmen Martín. Vita et Pax. Ciudad Real

La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos sorprender por Dios. Una Cuaresma que, esta vez, tiene un color especial. El día 8 de diciembre del pasado año se abrió el Año Santo de la Misericordia. El mismo Papa en la Bula de Convocación del Jubileo nos llama a que “La Cuaresma de este Año Jubilar ha de ser vivida con mayor intensidad, como momento fuerte para celebrar y experimentar la misericordia de Dios” (Nº 17).

La confianza absoluta y constante de Israel en el amor misericordioso y tierno de Yahveh se manifiesta en cada una de las páginas de la Biblia. Esta confianza se expresa de manera admirable en Ex 34,6-7: “Yahveh pasó por delante de Moisés y éste exclamó: Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones…”. Pero es en Is 49,15 donde encontramos la imagen más significativa del amor de Dios cuando al lamento de Sión que se duele de verse abandonada, el mismo Dios responde: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas?, pues aunque llegasen a olvidar, yo no te olvido”.

El término hebreo rahamim es el que traducimos por misericordia. Expresa el apego instintivo de un ser a otro. Según los semitas, este sentimiento tiene su sede en el seno materno, en las entrañas. Rahamim, originariamente significa útero materno, capacidad para engendrar, llevar en las entrañas y termina expresando un atributo de Dios: la misericordia entrañable, su capacidad de compasión (Os 11,8; Sal 86,5; Sab 11,23; Jr 31,20…). La misericordia tiene, por tanto, nombre femenino. El paradigma de la misericordia divina son las entrañas de una mujer que se conmueven ante el fruto salido de su vientre. Por eso, podemos afirmar que, la misericordia es la opción de Dios por la vida.

No es casualidad este año Jubilar. En este momento histórico, nuestro mundo necesita urgentemente mujeres y hombres que se dejen conmover en sus entrañas. La indiferencia, el egoísmo, el “este no es mi problema”… se pueden convertir en un cáncer social que terminará por arruinar la sociedad. Cuando las entrañas se dejan sacudir y tiemblan se produce una reacción en cadena de gestos de misericordia para la vida.

Esto es lo que pone de relieve el Evangelio en la persona de Jesús, subrayado especialmente en las parábolas de la misericordia (Lc 15). Jesús se dejó alcanzar en sus entrañas por la misericordia de Dios, por ese Abba al que nos revela. El Dios de Jesús es el Dios misericordioso que se acerca para acogernos en la parábola del hijo pródigo, en la ternura del pastor que sale en busca de la oveja perdida, en la alegría de la mujer que hace fiesta por haber recuperado una pequeña moneda…

En este tiempo de Cuaresma Jesús nos ofrece la posibilidad de experimentar lo que Él experimentó, esa misericordia entrañable de Dios. Y lo hace a través de estas dos parábolas de ayer y de hoy.

1. Las entrañas del Padre de la misericordia: Lc 15,11-32

¡Qué sabida tenemos esta historia! Tal vez, por ello, no nos damos cuenta de la honda revolución que contiene. Nos dice Jesús que había un hijo al que le quemaba el suelo paterno; la felicidad, según él, solo podía encontrarse fuera del hogar. Cuando partió no sabía si debía avanzar al norte o sur, este u oeste. Su brújula solo indicaba una dirección: lejos. Malgastó el dinero en simulacros de amor, incapaz de encontrar el verdadero. Acabó entre puercos, y tuvo que ser su estómago inquieto el que le recordase la inquietud del corazón: “en casa de mi padre… sí me levantaré, volveré…”.

Hay, sin embargo, en la parábola, otro corazón, el del Padre, que permanece en el hogar. Llama la atención que la palabra que más se repite a lo largo del texto es padre. No es hijo, ni hermano, ni pecado… es padre. Aparece 12 veces. El Padre dejó marchar al hijo, no se lo impidió. Le entregó lo que le correspondía de su herencia. Nos imaginamos su dolor. Y, a la vez, intuimos que, cuando firmaba los documentos que hacían a su hijo dueño de tanto patrimonio, conservaba en secreto una esperanza. El hijo vagabundo podía abandonar la casa paterna pero no la nostalgia del Padre, grabada en el fondo de su corazón, que le invitaba sin cesar a volver.

¿Por qué el Padre deja marchar al hijo, por qué nos deja marchar? Sabe que hay en esa búsqueda un impulso escondido que, con arte y paciencia, podrá devolvernos a Él, aunque no sin mucho dolor. A quien busca agua pura entre los charcos del camino le empuja la sed por el manantial vivo. ¿Qué buscaba este hijo, qué buscamos nosotras y nosotros en el fondo de nuestras búsquedas?

No pensemos que el Padre permaneció sin más a la vera del camino, esperando cada mañana la vuelta de su hijo. No se redujo a eso su actividad. Encontró la forma de meterse Él también en la maleta de su vástago, de colarse en el hatillo que se colgó al hombro, de introducirse en su tanate. Para ello grabó su propia imagen en el fondo de los deseos del hijo. Así sabía que, a través de toda su búsqueda y derroche, podía seguir atrayéndole de vuelta a casa.

Y al final de su ruta, hastiado de su vida, hambriento y sin dinero, lleno de nostalgia por un pasado feliz, descubre la gravedad de la ofensa al ver al Padre que le tiende los brazos. El amor, en vez de disimular la falta, de hacerla más pequeña, de justificarla, la pone de relieve. Pecar no es solo ir contra una norma, saltarse uno de los semáforos de Dios… Quien peca hiere a un amigo, abandona a un hijo, reniega de un hogar, traiciona a un esposo, olvida a una madre, siega una vida, rompe una palabra, roba el salario del trabajador… Pecar es destruir el ámbito donde la vida humana encuentra cobijo.

Cuando el hijo pródigo está en el exilio apacentando cerdos, se despierta, “Volvió en sí” y a continuación vuelve con los suyos. Una y otra cosa son en realidad idénticas, dado que su exilio de la familia es un exilio respecto de su verdadera identidad como hijo y como hermano. Sólo puede encontrase nuevamente a sí mismo volviendo con ellos. El pecado es la amnesia, el entumecimiento de nuestra memoria.

Al confesar el desastre en el que ha convertido su vida, el hijo pródigo proclama, también, una nueva dignidad. No culpa a nadie más, es él el que ha pecado, se niega a ser una víctima. Y la confesión nos prepara para la fiesta. Advirtamos que el Padre jamás le dice a su hijo: “Te perdono”. La fiesta es el perdón. Recibido por el Padre, el hijo pródigo pudo también perdonarse a sí mismo, reconciliarse con su historia extraviada. Jesús nos dice que cada vez que alguien es perdonado hay fiesta. Perdonar es una oportunidad para empezar de nuevo; una nueva posibilidad de vida nos es dada.

Había otro hijo en la parábola. Este no se marchó por los caminos; se quedó en su casa paterna. Pero hay muchas formas de estar presente. Y una puede ser la de hacer de todo en la familia – aportar el fruto del propio trabajo, tener allí comida y techo, vivir entre las mismas paredes… – y, sin embargo, no estar en el hogar.

Es este el drama del hijo mayor. Él no intercambió el amor del Padre por otros amores, como hizo el pequeño. No negó el amor con amores errados, sino con la indiferencia ante el amor. Eligió permanecer en casa, bajo apariencia de total normalidad, pero quedándose ausente, mero espectador de los afanes paternos, mercenario a su servicio. Su cuerpo estaba allí pero su corazón vagaba por otros lares.

Nuestras entrañas misericordiosas:

  • Hacemos memoria de la herencia valiosa que hemos recibido: la vida, el don de la fe, un hogar, una vocación, un carisma, doble familia… ¡Que se alegren tus entrañas por la misericordia entrañable de Dios contigo!

  • Repasa todo lo que queda en ti de hijo pequeño: ese deseo de alejarte de lo que significa vivir en fraternidad, lo que queda de vivir a tu aire, a tu gusto, sin compromisos ni tareas… gastando tus dones solo para ti…

  • Desde la experiencia del amor misericordioso del Padre desata los nudos que ahogan tu misericordia: las rencillas del corazón; las traiciones a las promesas dadas; el olvido de las manos tendidas en busca de ayuda; la media verdad que ensucia nuestros labios; la crítica que cosifica al otro; las huidas de casa en busca de novedades sin sustancia…

  • Nos acosa, a veces, la tentación de observar nuestras culpas desde la soledad. ¡Dejemos de mirar nuestro pecado con los propios ojos! Miremos nuestro pecado desde Dios, con los ojos del Padre-Madre Misericordioso. Cuando Dios perdona nuestros pecados no está cambiando la opinión que tiene de nosotros, está cambiando la opinión que nosotros tenemos de Él. No cambia Dios, cambiamos nosotros.

  • Quizá también, encuentres en ti algo del hijo mayor que pasa factura por los servicios, que tiene envidia de la fiesta que el Padre presta al hijo que se ha escapado… Siente que ese Dios-amor sale a tu encuentro en lo que hay en ti de hijo mayor para abrazarlo y para que descubras que “todo lo mío es tuyo”…

  • Contempla al Padre bueno largamente, sus entrañas misericordiosas que vuelven a engendrar vida… Deja que esa contemplación aumente en ti el deseo de seguir dando vida, de tratar a los demás con esa misma misericordia entrañable. Descubre lo que en ti ya hay de Padre-Madre bueno y da gracias por ello.

2. Las entrañas del samaritano misericordioso: Lc 10,29-37

Y vuelve Jesús a tomar la palabra y nos dice: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó”. Mientras que de todos los demás personajes se indica cuál es su identidad o su rol, de éste en concreto no se dice nada; es simplemente un ser humano cualquiera. No se dice si es blanco o negro, alto o bajo, pobre o rico, feliz o infeliz, sabio o ignorante… No es casualidad. Sí se dice por el contrario que “lo despojaron, lo golpearon y después se fueron, dejándolo medio muerto”. “Medio muerto” significa, evidentemente eso, que está en la línea divisoria entre la vida y la muerte…

Mientras el hombre está tendido medio muerto en la orilla del camino pasan, por allí mismo, en primer lugar, un sacerdote y después un levita. A los dos personajes se les describe en paralelismo: “ven y dan un rodeo”. Los profesionales del culto eran capaces de encontrarse con Dios en la sangre de los corderos degollados en el templo, pero no se encontraban con Él en la sangre de un hombre golpeado. El rito apacigua; la vida asaltada amenaza e inquieta, por eso, “dan un rodeo”.

“Dan un rodeo”, esta explicación de Jesús no es de poca monta. La persona herida conmueve la conciencia de todos, buenos o malos. Para hacerla callar basta con poco, es suficiente “dar un rodeo”. El sentimiento de malestar desaparece tras unos instantes y podrán regresar a sus “ocupaciones sagradas”.

En general, se pasa tranquilamente ante una persona desconocida pero que no tiene necesidad, mientras que nadie puede pasar con indiferencia ante una persona necesitada. Y nadie significa nadie. De hecho, el sacerdote y el levita tienen que cambiar de itinerario para resistir la llamada de su conciencia. Jesús quiere explicar que es, precisamente, el sufrimiento el que hace hermano tuyo a ese hombre.

Si no se ha parado el sacerdote, por qué tengo que pararme yo, piensa el levita. Tras la prisa de uno y otro se oculta el miedo a comprometerse. Aun cuando se conocen las necesidades de las otras personas, no siempre llegan a hacerse. Nos vemos bloqueados por nuestra pereza. Los problemas son, la mayoría de las veces, más grandes que nosotros. En estas circunstancias se hace palpable nuestra pobreza. Lo que podemos hacer es bien poco. Alguna vez solo podemos ofrecer gestos de misericordia hechos de comprensión y de silencio. Pero hay que estar vigilantes porque la tentación del rodeo es permanente. “Vio y dio un rodeo”, la fe no está nunca al abrigo de esta debilidad.

El samaritano tiene lo que ni el sacerdote ni el levita fueron capaces de tener, misericordia. Lo ve, se le conmueven las entrañas, se acerca, venda las heridas, derrama aceite y vino, lo monta en su jumento, lo lleva a la posada, se hace cargo de él, saca dos denarios y se los entrega al posadero, a quien le da unas indicaciones (cuida de él) y le promete que le compensará a su vuelta… Es decir, realiza toda una serie de gestos que tienen un significado muy sencillo: yo quiero que este hombre ¡viva!.

La actitud de desconfianza y de defensa tiende a contaminar todas nuestras relaciones, hasta el punto de que una termina por no pararse para ayudar siquiera a quien lo necesita en la esquina de tu calle. Se hace extraña, incluso, la persona que está más cerca, quien vive a nuestro lado compartiendo la misma ciudad, el mismo barrio, el mismo bloque… Nuestras casas se parecen cada vez más a fortalezas protegidas por cerraduras, puertas, verjas, sistemas de alarma…

Progresivamente, nos hemos hecho esclavas de una mentalidad que se estrecha y se cierra al desconocido, al diferente. Terminamos por centrar nuestra atención solamente en aquellas personas a quienes nosotras invitamos, pero el invitado no es un huésped, ni las atenciones que le damos son expresión de hospitalidad. El otro, el realmente otro u otra, de hecho, no es aquel o aquella a quien elegimos invitar a nuestra casa (Lc 14,12-14). El otro es el que aparece, no es elegido … “Un hombre bajaba” …

Tampoco se puede hacer por hacer, no todos los gestos dan vida. El techo por sí solo no cubre, hace falta calor de hogar. La sopa no calienta, hace falta un aliento humano. Dar una cama no basta si no se saben dar unas buenas noches. Nuestros hermanos que pasan dificultades necesitan ser confiados a alguien. “Lo llevó a una posada y se hizo cargo de él. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al posadero diciéndole: Cuida de él”, para que lo acompañara sin vigilarlo, para que lo acogiera sin darle la sensación de un servicio asistencial y para que lo cuidara sin humillarlo. Hay que poner en juego la misericordia, es decir, la opción de Dios por la vida y por la Vida.

El samaritano puede ser eficaz porque en lo más hondo de su corazón hay una inmensa gratuidad: no conoce al asaltado, no da con un corazón raquítico, se expone al peligro personalmente, no pone límites a los gastos y no le impone ninguna condición al judío. Todo amor que pretenda ser eficaz, si no es gratuito, pasará factura a los demás: factura de reconocimiento, de retribución, de lealtades personales, de fruto constatable…

Aún hay más nos dice Jesús. El samaritano, no sólo ha cuidado a un hombre concreto, sino que ha roto una estructura cultural y religiosa que regulaba la relación entre judíos y samaritanos, para ayudar a crear otra nueva estructura. De ahora en adelante, “amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente” (Lc 10,27) será amar a los enemigos, a los despojados, a los amenazantes, a los herejes, a los que son diferentes de nosotros por cualquier razón…

El samaritano crea una nueva interpretación de la Ley que supera el “ojo por ojo y diente por diente” y el “amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Su vida se convierte en la verdadera exégesis de la Escritura. “Haz tú lo mismo” (Lc 10,37), le dice Jesús al experto de la Ley. “Haz tú lo mismo y vivirás” (Lc 10,28).

Nuestras entrañas misericordiosas:

  • Comienza viéndote a ti misma como ese hombre “tirado en el camino”. Deja que brote, si lo hay, algún recuerdo de esa experiencia. Quizá has sido robada, golpeada o lo has pasado mal en algún momento de tu vida… Recuerda también a las personas que no pasaron de largo, sino que supieron pararse ante tu situación y se convirtieron en las samaritanas de tu vida. Recuerda sus rostros, sus gestos, sus nombres… y agradece.

  • Contempla en esas personas al Dios Madre-Padre, Dios con entrañas fecundas y misericordiosas que te dan vida porque quiere ardientemente que los hombres y las mujeres tengan vida y en abundancia.

  • Descubre también qué hay en ti de salteador, ladrón, maltratador… todos y todas somos de una manera u otra cómplices activos y/o pasivos de tantas personas tiradas en la cuneta de la vida, robadas, despojadas de sus derechos fundamentales, no reconocidas en su dignidad…

  • Contempla cómo ese hombre tirado en el camino se convierte hoy en continentes enteros, pueblos, países… No cierres los ojos a la realidad, no pases de largo, déjate conmover las entrañas… y desde lo más profundo de tu ser escucha que el Dios misericordia te dice: “Ve y haz tú lo mismo”; “con la misericordia con la que has sido tratada trata tú a los demás”…

  • En esta Cuaresma, date tiempo para saborear esta parábola que habla de ti, de mí… es una llamada a toda persona de buena voluntad a dejarse conmover las entrañas para que, como buenas samaritanas y samaritanos, acudamos a poner el ungüento de nuestro amor en tantos tirados en el camino… Cada una como podamos y sepamos pero sin dar rodeos, sin pasar de largo.

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