Transformador de conciencias

Por: Mª del Carmen Martín. Vita et Pax. Ciudad Real

Natividad de san Juan Bautista, Ciclo B

La vida de Juan Bautista fue “original” desde el principio. Su concepción había sido toda una sorpresa, no era para menos, un matrimonio anciano que, sin duda, había anhelado siempre tener un hijo. Su nacimiento estuvo rodeado por un halo de misterio, su padre, en el templo, ejerciendo el servicio sacerdotal, un día se quedó mudo. En la ceremonia de su circuncisión, surge una breve disputa sobre el nombre que se ha de imponer al niño. Las gentes pretenden que se llame Zacarías, como su padre. Pero éste parece haber tenido tiempo y silencio suficientes para meditar los proyectos de Dios. Zacarías escribe en una tablilla: “Juan es su nombre”. Y en ese momento se desata su lengua dormida.

Una última pincelada añade todavía el evangelista, Juan se aleja de toda tierra habitada y se adentra en el desierto. Su comportamiento allí es el de un hombre arrebatado por el Espíritu. No se apoya en ningún maestro. No cita explícitamente las Escrituras sagradas. No invoca autoridad alguna para legitimar su actuación. Abandona la tierra sagrada de Israel y marcha al desierto a gritar su mensaje. Es cierto que el desierto no es siempre un lugar arisco y desolado, es más bien una opción y un estilo de vida. Como a todos los judíos, el desierto le evoca el lugar en el que ha nacido el pueblo y al que hay que volver en épocas de crisis para comenzar de nuevo la historia rota por la infidelidad a Dios. No llegan hasta allí las órdenes de Roma ni el bullicio del templo; no se oyen los discursos de los maestros de la ley. En cambio se puede escuchar a Dios en el silencio y la soledad.

También Jesús marchó al desierto. Cuando se encuentra con el Bautista inmediatamente queda seducido por este profeta del desierto. No había visto nada igual. A nadie admiró Jesús tanto como a Juan el Bautista. De nadie habló en términos parecidos. Para Jesús no es sólo un profeta. Es “más que un profeta” (Lc 7,26). Es incluso “el mayor entre los nacidos de mujer” (Lc 7,28). ¿Qué pudo seducir tanto a Jesús? ¿Qué encontró en la persona de Juan y en su mensaje?

Juan es un buen conocer de la crisis profunda en que se encuentra el pueblo. El pueblo entero está contaminado; todo Israel ha de confesar su pecado y convertirse radicalmente a Dios, si no quiere perderse sin remedio. El mismo templo está corrompido, ya no es un lugar santo, son inútiles los sacrificios de expiación que allí se celebran. La maldad alcanza incluso a la tierra en que vive Israel; también ella necesita ser purificada y habitada por un pueblo renovado; hay que marchar al desierto. Nadie ha de hacerse ilusiones. No se puede recurrir a la historia pasada con Dios. El pueblo necesita una purificación total para restablecer la Alianza. El “bautismo” que ofrece Juan es precisamente el nuevo rito de conversión y perdón radical que necesita Israel: el comienzo de una elección y de una alianza nueva para este pueblo fracasado.

Jesús queda seducido e impactado por esta visión grandiosa. Este hombre pone a Dios en el centro y en el horizonte de toda búsqueda de salvación. El templo, los sacrificios, las interpretaciones de la Ley, la pertenencia misma al pueblo escogido… todo queda relativizado. Sólo una cosa es decisiva y urgente: convertirse a Dios y acoger su perdón. Entonces, como ahora, abundaban los que ni siquiera veían la necesidad de convertirse. Se escudaban en sus genealogías. Alegaban ser descendientes de Abraham (Lc 3,8). Como si la salvación fuese un objeto precioso que se recibiese por herencia. Pero la salvación no está vinculada al país en el que se ha nacido, al grupo étnico al que se pertenece, al colegio que se ha frecuentado, a la ropa que se viste, a los libros que se lee…

La conversión venía por la escucha de la palabra del profeta, por el rito que la significaba -el bautismo- y por el cambio de vida que la ratificaba. El que antes robaba había de  renunciar a sus rapiñas, los que extorsionaban a las gentes habían de vivir en la honradez y la justicia. Y todos habían de aprender a compartir sus bienes con los necesitados. Así gritaba Juan: “El que tenga dos túnicas que le dé una al que no tiene, el que tenga para comer que haga lo mismo” (Lc 3,11).

En el discurso de Juan se anticipan las exigencias de Jesús. Juan no trataba de cambiar el sistema. Al menos, a corto plazo. Pero trataba al menos de cambiar las conciencias. Seguramente este cambio habría que desembocar en el otro. ¡Cómo necesitamos hoy personas como Juan Bautista! Personas que, desde sus opciones de vida, nos ayuden a transformar las conciencias.

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