3º Domingo de Adviento. Ciclo B
Por: M. Carmen Martín. Vita et Pax. Ciudad Real
Los sacerdotes y levitas le preguntan a Juan: “¿Tú quién eres?”. Conocemos su familia: su madre se llama Isabel y se dedica a las labores del hogar, su padre se llama Zacarías, sacerdote del turno de Abías. Un matrimonio anciano que, sin duda, ha anhelado el don imposible de un descendiente y, de repente, se ve sorprendido por la promesa de un hijo. Su nacimiento fue todo un acontecimiento.
Juan apuntaba maneras desde el inicio. Nos cuentan que, cuando su madre aún estaba encinta, recibieron la visita de su pariente María y Juan saltó de gozo en el seno de Isabel. El evangelista ha querido preanunciar la que ha de ser su misión. Él no es el Mesías, él reconocerá la presencia del Mesías que llega trayendo la salvación. Juan es su precursor y mensajero. Nada más y nada menos.
Desde jovencito se formó en el desierto para esta misión. Los espíritus recios se forjan siempre en el “desierto”. Así había ocurrido con Moisés y con Elías. Y así ocurre con Juan. Algunas gentes de la época, hastiadas por la corrupción que se respiraba en el ambiente, se retiraban a la soledad del desierto de Judá. Allí trataban de reencontrar a Dios y de encontrase a sí mismas. Y allá fue Juan. Mientras se formaba, hacía suyas las palabras de Isaías e invitaba a preparar el camino del Señor.
Su voz debía de tener acento de sinceridad porque fueron muchos los que acudieron a él. Entonces, como ahora, andamos a la búsqueda de gente honrada y cabal. En su discurso anticipaba las exigencias de Jesús. No trataba de cambiar el sistema, al menos, a corto plazo, pero trataba de cambiar las conciencias. Seguramente este cambio habría de desembocar en el otro.
Sin embargo, Juan tenía claro que él no era la meta de la búsqueda. El sólo será el dedo que señalará la presencia cercana de Jesús, el Cristo, mientras, prepara su llegada. Juan anuncia al Mesías, al que ha de venir, al que no bautizará con agua, sino con viento, es decir, con el Espíritu. Por eso, está a la expectativa, espera y lo reconocerá cuando llegue.
Y el día llegó. Parecía uno más entre la multitud. Es como si tratase de pasar inadvertido. Pero Juan, el predicador y profeta, lo vio llegar a las orillas del Jordán. Lo reconoció entre las gentes del pueblo y lo señaló a gritos para que todos se enteraran de que ya nada sería igual, que Dios se hacía cercanía y compasión: “Éste es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).
Aún hay un relato que nos conmueve. Desde la cárcel en la que yace por su fidelidad a la ley y por su coherencia con la verdad que predica, Juan envía a sus discípulos al encuentro de Jesús. En sus labios resuena la pregunta más radical de la fe cristiana y la de todos los que buscamos a Dios con sincero corazón: “¿Eres tú el que tenía que venir o hemos de esperar a otro?” (Mt 11,3).
Nunca sabremos si tras esas palabras se revelaba la más honda de las inquietudes de Juan o si trataba de orientar a sus discípulos hacia el Maestro de Nazaret o si, tal vez, constituyen tan sólo un truco literario para presentar la figura misma de Jesús, contraponiéndola con la de Juan. De todas formas, la pregunta da pie para informarnos de las obras de gracia y amor que realiza Dios en la persona de Jesús (Mt 11,4-6).
Tampoco conocemos la vuelta de sus discípulos cómo fue, ni cuál fue su reacción. Lo que sí sabemos es que, en esa mazmorra, Juan seguía siendo la voz sin mordaza que proclamaba la verdad, exigía justicia y pedía conversión. Anunciaba y denunciaba. Y si lo había hecho con todos, no iba a callar ante el mismo Herodes, al que abiertamente recrimina su adulterio. Por lo que, en el marco de una fiesta, Herodes terminaría ofreciendo su cabeza (Mc 6,14-29).
No podía terminar de otra forma el que había sido elegido desde el vientre de su madre para preparar los caminos del Mesías y proclamar la honestidad y la conversión. Y, sin embargo, su voz nunca podría ser acallada. Sus discípulos recogieron su cuerpo para darle sepultura pero no pudieron enterrar su espíritu profético. El relato nos cuenta que, al oír hablar de Jesús, el mismo Herodes llegó a pensar en voz alta: “Ha resucitado Juan, a quien yo mandé decapitar” (Mc 6,14-16).
¿Tú quién eres? Juan es el último gran profeta con el que se cierra una etapa y se inauguran los tiempos mesiánicos. Su muerte no enterró su voz. Lo mataron pero no mataron su mensaje. Su voz llegó a confundirse con la misma voz del Mesías. Hoy también hay “Juanes” y “Juanas”, precursores, profetas y pioneros que abren caminos a la humanidad y así preparan el Adviento de Dios. Y no podrán acallar sus voces.
¿Tú quién eres?