Domingo 7º del T. O.Ciclo A
Por: Llorenç Tous
“Ojo por ojo, diente por diente”
En Mesopotamia ya se conocía este principio jurídico, pero no como equilibrador de la justicia vindicativa, sino como freno de la venganza. Al que te hirió en un ojo, puedes tu herirle en un ojo, pero no en los dos.
“No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra”
El evangelio de este domingo es la meta más elevada que nos muestra el Sermón de la montaña a todos los cristianos. No se trata de un programa para selectos o privilegiados, sino de un proyecto de vida cristiana universal.
Este programa no es un código laico regulador de la convivencia humana, ni un sistema para defender los derechos humanos, sino la proclamación de las esencias de la fe en Jesús. Nuestro Maestro lo dijo con estas palabras y lo proclamó bien alto con su vida y su muerte.
¿Ofrecer una mejilla al que te abofeteó en la otra? Este mensaje de Jesús no es utópico sino posible y muy oportuno para nuestro tiempo.
Para entenderlo hay que haber experimentado antes el encuentro con Jesús resucitado, el que la fe, la oración y los sacramentos nos hacen posible. Si no partimos de este principio, es evidente que este evangelio da risa, es como una utopía de la que hay que defenderse.
Partiendo del encuentro personal con el Señor Resucitado, toda la vida queda radicalmente cambiada por otros valores mucho más altos. El Señor nos deja una paz casi inalterable en nuestro corazón; esta paz es seguridad, crecimiento de la propia autoestima y una alegría que nada ni nadie nos puede arrebatar.
El estado interior con que nos enriquece este encuentro, nos inmuniza ante los ataques externos, porque deja dentro de nosotros como una fortaleza inasequible a las borrascas del exterior. Es como la fortaeza de un castillo inexpugnable, al que a pesar de todos los asedios, nunca le faltan las provisiones.
Este encuentro con Dios que es el origen del sorprendente cambio, no es de un instante y para siempre, sino que puede y debe alimentarse, crecer en intensidad, hasta alcanzar como un anticipo del cielo.
“Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre…que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis?… Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”.
Otro aspecto que explica la misma experiencia esla que experimentamos en el deporte. La afición a un determinado deporte produce muchas satisfacciones al practicarlo. No se siente el esfuerzo que provoca, sino que da gozo crecer con él. Se suda y se cansa subiendo a una montaña, pero la naturaleza nos devuelve el esfuerzo transformado en belleza, armonía, paz y salud integral.
Conocer a Jesús tiene algo de este espíritu. Nos deja con una necesidad de compensar gratuitamente el don recibido. El amor de Dios que hemos experimentado crea la necesidad de devolverlo pasando más allá del deber, del reglamento, de lo obligado, “haciendo algo de más”, sin esperar recompensa, procurando que no se sepa, sólo por el placer y la necesidad de hacer el bien hasta al que nos ofende. Sin pensar en méritos ni recompensas. Éste es el espíritu puro del evangelio que Jesús predicó y practicaba. Sus verdaderos amigos siguen su estilo de vida.
No se trata de algo imposible. El principio de todo está en el encuentro personal con el Señor Resucitado que la fe, la oración y los sacramentos, especialmente la eucaristía, nos ofrecen. Así como la afición al deporte va creciendo con su práctica, lo mismo pasa con este profundo encuentro con Jesús resucitado. Es el tesoro más grande que podemos encontrar, el de aquella parábola, por el que vale la pena no escatimar esfuerzo.