27º Domingo del T,O. Ciclo A
Por: Mª del Carmen Martín Gavillero, Vita et Pax. Ciudad Real
El Reino de Dios no está vinculado a ninguna nación, a ninguna raza, a ninguna cultura, a ninguna persona concreta… pertenece a “un pueblo que produzca frutos”. A veces pensamos que esta parábola tan amenazadora vale para las gentes del Antiguo Testamento pero no para las del Nuevo, es decir, para nosotras. Es un error.
El Reino de Dios no se deja secuestrar. No es de la Iglesia. No pertenece a la jerarquía. No es propiedad de estos teólogos o de aquellos. Su único dueño es el Padre-Madre de la Misericordia. Nadie se ha de sentir propietario de su verdad ni de su espíritu. El Reino de Dios está en “el pueblo que produce sus frutos” de justicia, compasión y defensa de los últimos.
Pero si nos fijamos en “los frutos” de nuestra sociedad actual vemos que se estructuran alrededor de unos valores contrarios al Reino de Dios:
- El éxito personal, ligado al éxito económico
- La propiedad privada como valor supremo.
- El individualismo contra el bien común.
- La búsqueda del máximo beneficio a costa de lo que sea.
- El utilitarismo, en nombre del cual se justifican todos los medios para alcanzar ese fin.
- La cantidad por la calidad.
- El corto plazo por encima del largo plazo y los procesos.
No lo olvidemos. En la sociedad se recogen los frutos que se van sembrando en nuestras familias, centros docentes, instituciones políticas, estructuras sociales, parroquias, comunidades eclesiales y religiosas… Hoy somos la viña del Señor del siglo XXI, de la cual, el profeta podría decir que Dios “esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos”, y el propio Jesús continuaría diciendo, “por eso, os digo que se os quitará a vosotros el Reino de los cielos y se dará a un pueblo que produzca sus frutos”.
No hay tiempo para el lamento. Hay que ponerse manos a la obra. No tenemos recetas, sí tenemos el horizonte abierto por Jesús:
- La interdependencia contra la idolatría del mercado: El bien individual y el bien colectivo son inseparables. Esta conciencia tendría que desembocar en una ética de la compasión universal que promueva que todos los seres vivos puedan vivir y, especialmente, los más débiles y más amenazados.
- La austeridad: un consumo responsable y sostenible, que no deje en manos del mercado y de sus estrategias publicitarias nuestras pautas de consumo.
- Crear “redes de indignación y esperanza”. No se puede ir en solitario, tenemos que aunar esfuerzos, pensamientos y estrategias para conseguir un mundo más justo.
- La revolución de la esperanza. La fe cristiana supone que la plenificación será posible y que los pequeños pasos hacia un proyecto solidario, hacia el Reino, no son inútiles, no se pierden, aunque a corto plazo no se vean los resultados. Una esperanza que no es ingenua pero que es suficientemente fuerte para romper el desánimo del “no hay nada que hacer”.
- Aprender a cultivar un yo más libre, que no se deja llevar por las constantes solicitudes de nuestro ambiente, por los ruidos que distraen… Vivir la vida desde la hondura de una misma.
Podríamos seguir enumerando cosas, sin embargo, para ser “un pueblo que produzca frutos”, al final concluimos en la plegaria, en la súplica confiada que nos indica la oración final de la Eucaristía de hoy: “Concédenos, Señor todopoderoso, que de tal manera saciemos nuestra hambre y nuestra sed en estos sacramentos, que nos transformemos en lo que hemos recibido”. AMEN.