Por: M. Carmen Martín. Vita et Pax. Madrid.
Nos cuesta mucho vivir la dificultad. No es que seamos blandos o que pudiéramos ser más fuertes, aunque también, es que evitamos las dificultades y no las afrontamos hasta que no hay más remedio. Se sobreprotege a los niños, se consiente a los jóvenes, que no nos falte de nada a los mayores; se eliminan problemas o se encuentran soluciones antes de que lleguen, se dan rodeos para no caminar por zonas peligrosas…
Todo esto, aparentemente, está fenomenal. El problema es que no nos preparamos para lidiar con las tormentas. Entendemos que la dificultad es mala, indeseable, la asociamos a la equivocación o al fracaso; cuando la dificultad forma parte del caminar humano. Y en el momento que llega, estamos fuera de juego, no sabemos enfrentarlo y nos descolocamos. Es verdad que no hay por qué aguantar y es bueno buscar soluciones rápidas pero parece que, demasiadas veces, nos rendimos sin luchar. En las rendiciones prematuras hay una trampa, buscamos soluciones fáciles y el problema resurge aumentado.
Al mismo tiempo nos acomodamos una especie de “coraza” que nos defiende del mundo. Es el no querer ponernos en el lugar del otro o de la otra que sufre, de un modo tal que eso me afecte, me implique y me complique; tenemos dificultad real para sentir e intuir lo que la otra persona vive y para vincularnos a esas vivencias ajenas. Es una mezcla de distancia e impotencia, costumbre y desconocimiento, ignorancia y renuencia a asomarnos de un modo personal a otras vidas. El miedo se atrinchera en el fondo de cada cual y el proyecto vital queda reducido a “ir tirando”. Estamos vivos pero pareciera que “invernamos” esperando siempre tiempos más cálidos.
Sin embargo, la Palabra de Dios hoy, nos despierta de nuestro letargo sin piedad. Y empieza Jeremías. Jeremías fue un profeta en tiempos difíciles, cuando se avecinaba una gran catástrofe que afectaría el destino del pueblo. Y, no se pone la coraza, se implica y complica en la realidad de su época. Su lenguaje está lleno de participación, de ardor, de fuerza, de imágenes y símbolos. Su persona misma, su sufrimiento, sus crisis frecuentes son parte viva de su profecía. Nos enseña mucho este profeta porque quien habla, la mayoría de las veces, no es un joven ingenuo, lleno de entusiasmo por el encuentro con la Palabra; sino un hombre decepcionado, que ha experimentado muchos fracasos y peligros y, sin embargo, ha sido fiel a su vocación inicial. Jeremías se agarra a la experiencia de su vocación para permanecer fiel en medio de tantas dificultades.
Y, el Evangelio termina de despertarnos con su grito de alerta: permanecer cerca de Jesús resulta peligroso, hay riesgo alto de fuego, de incendio. Solo a la vista del peligro resplandece la visión del Reino de Dios, que en Jesús se ha hecho cercano. Peligrosa es, a todas luces, la experiencia de la vida de Jesús y su mensaje y peligrosa es la experiencia para cada cristiana o cristiano, que quiera serlo de verdad. Allí donde el cristianismo está cada vez más arraigado y se hace más llevadero; donde cada vez resulta más fácil de vivir, hemos sustituido el Evangelio por un sucedáneo. Por el contrario, allí donde resulta difícil de soportar y se muestra rebelde; donde, por tanto, promete más peligro que seguridad, más desarraigo que protección, allí se encuentra más próximo de Aquel que dijo “no he venido a traer paz, sino división”.
Permanecer con Jesús es apuntarnos a la aventura, a lo que no controlamos, a la pasión y a la Pasión. Pasión que es fuego y motivo, acicate y bandera, horizonte y camino. Pasión que a veces nos entierra y luego nos resucita.