Por: M. Carmen Martín. Vita et Pax. Ciudad Real
Sagrada Familia, Ciclo C
Una familia nada idílica
El domingo siguiente a la Navidad, la Iglesia celebra la fiesta de la Sagrada Familia. Hay muchas imágenes cursis de esta Sagrada Familia que, en otro tiempo, llegaron a ser modelos para la convivencia de nuestras familias cristianas. Tales imágenes nos resultan un tanto insulsas, ñoñas. Todo en ellas parece ser idílico y armonioso. Pero la Biblia nos ofrece otra imagen de la familia de Jesús. Ciertamente, hay que leer la Biblia más a menudo.
Comienza esta imagen de la familia bíblica con la propia genealogía de Jesús donde aparecen unas “antepasadas nada convencionales”. Las cuatro mujeres nombradas no son las veneradas matriarcas israelitas del Génesis. El texto nombra a Tamar, Rajab, Rut y la mujer de Urías. Todas estas mujeres se encontraron en algún momento fuera de la estructura de la familia “normal”, son gente insignificante, escandalosa, fuera de la ley, indefensa, objeto de tabúes… Y, sin embargo, Jesús es tan hijo de Tamar, Rajab, Rut y Betsabé tanto como lo es de Abrahán y de David (Mt 1,1-17).
Seguimos con su concepción. Recordemos que, según la costumbre del matrimonio judío, María y José estaban unidos en matrimonio legalmente ratificado. Antes de llegar a vivir juntos sucedió que María concibió un hijo. José sabía que él no podía ser el padre. Su embarazo parecería ser resultado de un comportamiento adúltero. Siendo un hombre justo, recto y observante de la Ley, se encontraba ante un dilema. Según la Ley, si se descubría que una joven desposada, antes de ir con su esposo, había perdido la virginidad, tenía que ser lapidada hasta morir. Es por lo que José tomó la decisión que sabemos… (Mt 1,18-25).
Después llega el nacimiento de Jesús. Una serie de elementos señalan en el relato de Lucas la dificultad de este parto, empezando por lo desarraigado de su escenario. José deja la casa junto con María en estado avanzado de embarazo. El viaje se emprende por un decreto del emperador romano César Augusto para que todo el mundo se censara en la ciudad de sus antepasados. Lejos de su casa, estos padres expectantes, sin habitación para ellos en la posada, se refugian en una cueva o establo donde había animales. Y entonces “le llegó a ella el tiempo del alumbramiento…” (Lc 2,1-20).
Al poco tiempo viven una experiencia de terror y desplazamiento. Con una ira violenta Herodes intenta matar a su rival recién nacido. Advertido en sueños, José tomó consigo “al niño y su madre” y huyó a Egipto de noche. En Belén, los soldados mataron a todos los niños varones de menos de dos años de edad. Tras la muerte de Herodes, José guiado por otro sueño volvió con “el niño y su madre” a la tierra de Israel pero advertido de un nuevo peligro, José encaminó su familia al norte, a Galilea, donde pusieron su morada en la ciudad de Nazareth (Mt 2,13-23).
Y en el evangelio de hoy (Lc 2,41-52), Lucas nos presenta a Jesús en el Templo de Jerusalén con doce años. Después de la fiesta de Pascua, Jesús se queda atrás discutiendo con los expertos en la Escritura, haciendo caso omiso de los temores de sus padres. No es el buen chico que hace exactamente lo que sus padres quieren de él. Cuando, tras buscarlo angustiados durante tres días, sus padres lo encuentran finalmente en el Templo, le hacen la pregunta con cierto reproche y en su respuesta Jesús no parece tener demasiada compasión.
Sin embargo, sí hay un relato fantástico donde aparecen trazos de su vida en común (Lc 2,22-40), es la escena anterior al texto de hoy. En ella Lucas nos describe cómo los padres llevaron al niño a Jerusalén; cómo ellos ofrecieron sacrificios; Simeón se encontró a “los padres” haciendo con Jesús lo que era costumbre según la ley; “el padre y la madre del niño” se quedan pasmados ante sus revelaciones; “su padre y su madre estaban maravillados de las cosas que se decían de él. Simeón los bendijo…” (v. 34). Qué cuadro tan llamativo: la joven pareja arropada por la bendición de este sabio noble anciano, recibiendo su oración y siendo recordados ante Dios los dos juntos. No es María sola la que aquí es bendecida, no José aparte. Los dos están unidos, preparados para el cuidado de su hijo.
Ya vemos que esta familia de idílica nada. Sin embargo, Jesús creció no en el vacío, sino en el círculo de su familia galilea. Es más que probable que, al menos, alguna parte de su idea del amor de Dios para salvar provenga de estos padres judíos que, durante los años decisivos de su desarrollo, le enseñaron a conocer al Dios compasivo y liberador, de las Escrituras hebreas.