Por: M. Carmen Martín. Vita et Pax. Ciudad Real.
Alguien ha dicho que “todos somos espontáneamente capitalistas”. Lo cierto es que la sed de poseer sin límites, como nos muestra el Evangelio de hoy, no es exclusiva de una época, ni de un sistema social, ni de ciertas personas, ni de un sexo sobre otro, sino que descansa en el mismo ser humano, cualquiera que sea el sector social al que pertenezca.
Lo estamos viendo todos los días. El móvil que guía a la empresa capitalista es conseguir el mayor beneficio. Pero, si nos fijamos bien, observamos que este móvil guía la conducta de casi toda la humanidad. El máximo beneficio posible es algo aceptado por la mayoría como principio indiscutible que orienta la vida diaria. La acumulación y la obsesión del bienestar son “drogas” legales, aprobadas socialmente.
Por otra parte, la consigna del “túmbate, come, bebe y date una buena vida” no es nueva. Ha sido y es el ideal de no pocos a lo largo de la historia. En nuestra sociedad casi todo se orienta a disfrutar de productos, servicios y experiencias nuevas. La consigna del bienestar es clara: “date una buena vida” y dátela tú, a costa de lo que sea, no esperes que otros te la proporcionen. Pareciera que la vida la hemos de alimentar en el consumo, a más consumo más felicidad.
Es nuestro gran error. Lo ha gritado Jesús de manera rotunda. Es una necedad vivir teniendo como único horizonte “unos graneros donde poder seguir almacenando cosechas”. Esa riqueza nos arruina. Y no nos engañemos, todas y todos estamos tentados por esa riqueza. La parábola evangélica nos invita a descubrir la insensatez que se puede encerrar en este planteamiento de vida. Parábola contracultural y revolucionaria como todo lo de Jesús, como Jesús mismo.
El cambio fundamental al que se nos llama hoy es claro. Dejar de acumular en graneros prefabricados para nuestros propios intereses y atrevernos a iniciar una vida más fraterna y solidaria. Hay algo muy claro en el evangelio. La vida no se nos ha dado para hacer dinero, para tener éxito o para lograr un bienestar personal, sino para crear fraternidad. El amor fraterno que nos lleva a compartir lo nuestro con los necesitados es la “única fuerza de crecimiento”, lo único que hace avanzar decisivamente a la humanidad. Esta es nuestra riqueza.
La riqueza de Jesús no es la de aquella persona que consigue acumular más, sino la de quien sabe convivir mejor y de manera más fraterna. Eso es ser rico ante Dios. Sin embargo, hay que estar muy vigilantes, la “enfermedad del dinero” es silenciosa pero va adueñándose de la persona como una metástasis generalizada, instalándose en su centro. La ambición siempre divide y enfrenta. La búsqueda de honores y protagonismos interesados rompe la comunión.
Jesús mismo se vio tentado. No caminó entre rosas. Luchó en el desierto contra los demonios de su tiempo, los identificó con toda nitidez y formuló su propia alternativa, la que nunca impondría con la sutileza de la seducción ni la prepotencia del poder, sino que la ofrecería como una propuesta cercana y franca acercándose por los caminos, vulnerable a la manipulación y al rechazo. Pronto pudo ver lo que podía esperar de su propio pueblo. Los evangelistas no nos han ocultado la resistencia, el escándalo y la contradicción que encontró. Su comportamiento ponía en peligro demasiados intereses.
También nosotras y nosotros necesitamos librar un profundo combate en la soledad del desierto para identificar nuestros anhelos de “graneros” que nos den seguridad; a veces, queremos ser cristianos sin “seguir” a Cristo porque su planteamiento nos sobrepasa. La tarea es de todas y todos. Más que nunca, necesitamos caminar hacia una sociedad que se asiente en cimientos nuevos. Se hace urgente un cambio de dirección, también un cambio en nuestro corazón, por eso le pedimos: enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato, no un corazón necio.