Por: Ascensión de Vicente. Vita et Pax. Madrid
No me resulta fácil expresar en unas líneas el proceso seguido en relación al descubrimiento de Jesucristo como centro de mi vida desde muy niña, y que por las circunstancias familiares de ser hija única, perder a mi madre en la adolescencia y vivir con mi padre de cierta edad, lo viví interiormente y, a veces, expresándolo de manera clara. Fue un camino largo, pero que me ayudó a ir forjando mi ser, con esas ansias de entrega generosa a Él y al Reino por un lado, y por otro no exento de momentos de oscuridad y de limitaciones en el camino.
La muerte de mi madre fue un duro golpe, pues ella era una mujer sencilla, valiente y con una religiosidad ya un poco avanzada para la época y, por supuesto, yo estaba muy unida a ella. Fue quien me enseñó el camino espiritual y los valores del Evangelio. Este acontecimiento marcó mi vida y me ayudó a madurar como persona, debiendo tomar responsabilidades avanzadas para la edad; aunque supuso también el que hubiera en mí algunas lagunas que, aunque eran suplidas por otras realidades como puede ser el aspecto religioso y mi inclinación por vivir de la vida de Jesucristo, esas lagunas crearon en mí fallos y momentos de dificultad interior que con la gracia del Señor fui superando
No podría distinguir un tiempo exacto para situar la llamada entre esos años, la juventud y el momento de concretarla en el Instituto Vita et Pax. En todos esos años jóvenes viví dentro del ámbito de la Parroquia, con el acompañamiento de sacerdotes entregados que se desvivían para que nosotras, las jóvenes, viviéramos una espiritualidad centrada en la persona de Jesucristo y que nos culturizáramos con los medios de que disponíamos: biblioteca, cine, coro parroquial, preparación litúrgica y otros medios que yo procuraba aprovechar al máximo. Con todo ello la idea de una entrega total al Señor y la Misión, no se desvanecía de mi cabeza y de mi corazón.
Quiero destacar que en esa etapa viví con profundidad el Concilio Vaticano II que supuso grandes cambios en la Iglesia, manifestados en el cómo vivir la liturgia, la espiritualidad, entender la Iglesia como Pueblo de Dios etc., etc., y que marcó también mi vida.
Con todo este bagaje llegó el momento en que, tras la muerte de mi padre, me siento en la disyuntiva de dar un paso adelante en la concreción del cómo y cuál iba a ser el cauce de mi entrega. Durante un año intenté conocer y ver cómo podría encauzar mi vida: vivir una Consagración individual o entrar en una Comunidad de Consagradas. La vida religiosa en sí no me atraía. Entonces conocí esas comunidades de consagradas en el mundo y para el mundo, que vivían con bastante normalidad en la vida. Descubrí Vita et Pax, muy conocida por sus orígenes en Pamplona, las contacté y el año 1967 entré a formar parte de este Instituto.
Después de dos años de formación fui invitada a marchar a Japón, donde un grupo de Vita et Pax colaboraba con la Misión Jesuítica en el país del Sol Naciente. Pasé cuatro años allí en los que fui cultivando mi Oblación al Señor, acompañada por cinco compañeras de Vita et Pax y por la comunidad de Jesuitas con los que trabajábamos.
A la vuelta de Japón concreté mi vocación profesional en el terreno social. Realizados los estudios sociales, fui invitada de nuevo por el Instituto para trabajar en la Emigración Española en Suiza. Allí fue concretándose mi Consagración desde el servicio a los emigrantes, en aquellos años el movimiento era muy importante en Europa. Procedían de los países del sur, necesitados de trabajo y los del norte de mano de obra. Viví unos años muy felices compartiendo, desde el espacio de la Misión Católica Española en Suiza, las necesidades que el colectivo español y una parte del latino-americano tenían y necesitaban, tanto en el terreno social, como en el pastoral. Tengo que decir que mi vocación se reafirmó, me sentí dando una respuesta concorde con los tiempos que se vivían y con una apertura grande a todas las dimensiones que la persona humana debe vivir: la religiosa, la social, la política… en fin, allí viví los años de la madurez humana y vocacional.
La llamada del Instituto a realizar un servicio en el interior de la propia Institución, cambió mi manera de realizar la Misión. Fue un servicio hacia adentro, compartiendo con mis hermanas la Misión que cada una desarrollaba, fuera en el terreno individual como en proyectos comunitarios o en la Misión “Ad gentes”. Fue otro periodo importante en mi proceso de seguimiento de Jesucristo.
Al final de esta etapa, ya en la madurez de vida, tuve el regalo de compartir mi vida en el proyecto de Vita et Pax en Rwanda. Misión difícil por la edad que tenía y por lo que supone enfrentarte a esa realidad mundial de las diferencias sociales, económicas, culturales y en todos los campos de la vida. Contemplar y vivir de cerca la pobreza, la exclusión, las injusticias… hacen que sientas una convulsión interior que no acabas de comprender ni de asimilar. Aquí sí que me tuve que agarrar fuerte al Señor, confiar en Él.
Hoy, desde mi situación de jubilada, sigo disponible para el servicio allí donde se me necesite. Y puedo dar gracias al Señor y decir con el salmista: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”.