Por: + Joan Piris Frígola, Obispo de Lleida.
Seguramente mi testimonio agradecido no puede ser imparcial porque mi relación con D. Cornelio Urtasun fue providencial en momentos de mi vida y vocación, sobre todo en momentos particularmente delicados en los que personalmente me he visto haciendo equilibrios “en el filo de la navaja” y el Buen Dios se ha servido de su acompañamiento ante posibles cortes. Por eso, mi testimonio puede no ser del todo objetivo.
Recuerdo nuestros primeros contactos siendo yo seminarista de los últimos cursos en Valencia y él un sacerdote maduro de virtud probada y ya con las primeras muestras bastante consolidadas del Instituto Secular “Vita et Pax” que fundó siguiendo lo que el Espíritu Santo le pedía (me consta que esta opción le forzó a decir no a otros caminos con horizontes prometedores…). Tengo muy presentes aquellos primeros encuentros personales en Lecároz (Navarra), rodeado de algunos presbíteros de una incipiente Asociación Sacerdotal (“Amigos de Jesucristo”) que, desgraciadamente se evaporó unas décadas más tarde. Y poco después, nuestras largas charlas en Roma, yo joven sacerdote estudiante y él buen amigo y confesor, acogiéndome a cualquier hora, pese al infarto del que se estaba recuperando en aquella su antigua residencia de Via Monserrato. Su delicada salud y el estricto régimen alimenticio que siempre le acompañó, nunca le impidió tener en cuenta en toda ocasión mi debilidad por el café expresso y otros vicios menores.
La vida de ambos dio muchas vueltas, desde aquellos años 60 hasta que Dios le llamó a su seno un Jueves Santo, pero pudimos mantener contactos periódicos en Valencia o en Roma. Su acompañamiento discreto y lúcido contribuyó a afianzar mi sacerdocio ministerial y a profundizar, sobre todo, en una espiritualidad preferentemente eucarística -contemplativa y dinámica a la vez- que siempre he agradecido.
También creo poder decir que si los años 70-80 fueron turbulentos y difíciles para tantos miembros de la Iglesia (laicos, consagrados y eclesiásticos), para un hombre de la fina sensibilidad de D. Cornelio resultó particularmente complejo analizar y compartir tantas y tan variopintas realidades e iniciativas, tantos comportamientos ideologizados, tantas opciones discutidas y discutibles, etc. Era hombre de profunda espiritualidad y sentida comunión eclesial y, aún dejando entrever cierto pesar y sufrimiento en algunas de nuestras conversaciones, no ha perdido nunca la sonrisa y la paz ni tampoco ha dejado de animar y alimentar esperanzas, confiado en el Espíritu que renueva todas las cosas.
Generaciones de laicos, se han visto beneficiados por sus consejos y testimonio, así como innumerables Presbíteros y miembros de la Vida Consagrada.
El Señor tuvo a bien llevárselo antes de mi llamamiento al Episcopado (en el que el bueno de D. Cornelio parecía soñar, no sé por qué …). A la hora de poner un texto evangélico como referente de este nuevo servicio ministerial que el Señor me pedía, y recordando cuántas veces y con qué vehemencia había rezado (y cantado) con D. Cornelio aquello de “presta mehae menti de Te vivere”, elegí sin dudar “ut Vitam habeant”. Era parte fundamental del estilo de vida que él me había ayudado a discernir e intentar practicar: vivir y hacer vivir de Aquél que se nos dio como Camino, Verdad y Vida.