Bendecidos y enviados

Bendecidos y Enviados

Ascensión del Señor. Ciclo A

Por: José Moreno Losada. Revista Homilética, S.T.

¿Plantados o enraizados?

El tiempo pascual nos devuelve a nuestros orígenes y raíces de la fe apostólica, enraizada en el Espíritu del Resucitado, que bendice y envía desde una promesa que lo es de plenitud.

La Iglesia y los cristianos, a lo largo de la historia, tenemos la tentación de olvidarnos de la raíz primera que nos lanza al futuro, del Espíritu del Resucitado, y plantarnos en el tiempo y en las medidas que no son del Espíritu, buscando la seguridad y la permanencia frente al deseo de la plenitud que nos ha sido prometida.

Cuando eso ocurre, pintamos el paraíso de origen de fijismo, para justificar nuestra comodidad y nuestro deseo de seguridad calculada, frente a la invitación al riesgo y a la plenitud. Nos agarramos a un alfa conservador, principio petrificante, frente a una omega de realización y esperanza verdaderas.

La fiesta de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, con la fuerza de la Palabra de Dios, viene a recordarnos que Dios «no nos ha dejado plantados, sino bendecidos y enviados», enraizados en la fuerza y vida del Espíritu Santo en el que hemos sido bautizados. La Ascensión nos hace ver que somos la Iglesia del Espíritu; y  la defensa y la conservación de la institución no deben apagar ni encerrar al don del Espíritu.

En misión, sin seguridades ni calendarios

La comunidad cristiana primitiva, tocada por la experiencia del Resucitado, tiene que hacer el traspaso de la concepción de una Jerusalén cerrada e hipotecada con el pasado, a la Jerusalén abierta al futuro y a la plenitud de lo universal, a un nuevo pueblo que solo tiene como bandera la libertad gloriosa del Crucificado que ha resucitado. Se trata de una novedad que está cargada de riesgo y compromiso. Una vez más, la libertad verdadera, la que Dios  promete, se gana en la confianza y en la vivencia del paso del desierto dificultoso que nos lleva a la verdad de lo único auténtico: el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Sólo la fuerza del Espíritu puede entrar en la revolución de la misión y el anuncio del Evangelio que salva y rompe todas la fronteras para que la bendición y la salud

lleguen a todos los hombres en todos los lugares. La ascensión del Crucificado, que «sube entre aclamaciones y al son de trompetas», es la manifestación clara de que ya nada está atado y encerrado; los límites de los cerrojos de las puertas de frontera han saltado y ahora estará siempre con nosotros. El invierno de la historia ha pasado, ahora es primavera y se prepara la cosecha, es el tiempo de la Iglesia; y ésta no puede, ni debe, mantenerse encerrada en campamentos de inviernos. La Ascensión nos recuerda que nuestros motivos sólo lo son para salir y dar la vida, no para excluir ni descartar, sino para abrir y enredarnos, para universalizar en el horizonte de una fraternidad que ya ha sido estrenada y prometida como plenitud para todos los hombres y toda la creación.

Testigos de la Ascensión de Jesucristo

«Comprender cuál es la esperanza a la que hemos sido llamados, cuál la riqueza de la gloria que dan en herencia a los santos, la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros», los que creemos, es el motivo de esta liturgia pascual de la Ascensión.

En nosotros se realiza la fuerza del que ha resucitado a Jesús de entre los muertos y lo ha sentado a su derecha. Y lo comprobamos en el testimonio que damos de la Buena Noticia de la salvación: una noticia celestial que nos supera y llevamos en vasijas de barro –en medio de nuestras debilidades y pecados–, pero que se hace clara y notoria en el quehacer de una Iglesia compasiva y sanante, que tiene fuerza para perdonar, levantar, animar y esperanzar. Oficio de salvación que pasa por las realidades más cotidianas y sencillas de la historia, alumbrando un futuro que lo será de gloria y definitividad.

La Ascensión sigue ocurriendo, dándonos sus frutos, cuando los bautizados, tocados por el Espíritu, hacen cielo en la tierra, cuando viven de la esperanza y de la promesa del Resucitado que nos envía su fuerza para pasar:

  • Del deseo del éxito mundano al riesgo del amor entregado.
  • Del fijismo conservador y cómodo, de lo que tenemos asegurado, al compromiso de lo que está por construir para todos, sin exclusión ni descarte alguno.
  • De la mirada pesimista y condenatoria de la realidad al testimonio de una esperanza que ya está dándose en las pequeñas esperas de los que se aman y comprometen sin condiciones ni seguridades, cada día.
  • La vivencia de lo material y del bienestar como único horizonte, a la dimensión de lo trascendente, de lo profundo del bien-ser y la alteridad, por la vía del amor, que genera y fecunda la realidad de lo humano.
  • Una Iglesia conservadora y defensiva, que mira al pasado, a la Iglesia de la esperanza y del futuro que arriesga y sale con ardor y testimonio, porque se fía de que Dios cumple sus promesas, que el Resucitado –con su Espíritu– nos acompaña y protege todos los días, hasta el final de la historia.

Eucaristía y Ascensión

La Eucaristía es celebración de esta novedad de la resurrección en la Ascensión. Se nos ha dado el poder de Cristo glorioso, su cuerpo y sangre, para salir de nosotros mismos y, tocados por su Espíritu, adentrarnos en el corazón del mundo. Hemos sido bautizados en el amor trinitario,  en la fraternidad de un Padre que ha resucitado al Hijo con su Espíritu amoroso y nos ha adentrado a nosotros en esa corriente divina. Hemos ascendido al mayor de los sueños, en las promesas cumplidas de nuestro Dios: «Él se ha hecho hombre para que nosotros seamos divinos en Él». Vayamos, pues, sin miedo por todo el mundo.

 

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