Domingo XXVII del TO.
Por: Conchi Ruiz Rodríguez. Laica. Ciudad Real
Textos Litúrgicos:
Hab 1, 2-3, 2, 2-4
Sal 94
2Tim 1, 6-8. 13-14
Lc 17, 5-10
¡Ojalá escuchéis hoy su voz! Esta expresión del salmo 95 es una invitación a vivir en la presencia del Señor, a agradecer las maravillas que ha puesto a nuestra disposición, a no alejarnos de Él, a escucharlo y tenerlo presente en vuestras vidas.
“No endurezcáis vuestro corazón”. Cuando el corazón es como una roca no hay calor, ni fuego, ni ternura, ni misericordia; los acontecimientos, las relaciones, las realidades nos son indiferentes. Conocemos y vemos las necesidades de los demás, pero nuestro corazón no se conmueve, no se ve afectado por el dolor o por la alegría de los demás; carece de capacidad para agradecer las pequeñas cosas de cada día. ¡Ojalá! y no rompamos el vínculo con el Señor y estemos atentos al susurro de su voz, para que transforme nuestro corazón de piedra en un corazón de carne.
San Pablo en la carta a Timoteo lo anima a que reavive su relación con Dios. Que no se olvide de que el espíritu de Dios habita en Él. Un espíritu que ensancha los límites del corazón hasta donde no podemos imaginar; espíritu que empuja y fortalece. Lo anima a la coherencia, a llevar a la vida el mensaje del evangelio. Esta aptitud ante la vida tiene sus consecuencias. Vivir la coherencia del evangelio no es tarea sencilla, ni antes ni ahora. No basta hablar de Dios sino también vivir como Él nos propone. Sus propuestas nos sacan de nuestras comodidades, remueven seguridades y hacen que revisemos constantemente los planteamientos de vida. Por ello es vital saberse habitados por el espíritu del Señor, dejar que él obre en nosotros, ponerse en sus manos, dejarse llevar por Él. Somos criaturas suyas. Es tarea de toda la vida reavivar la relación con El, tomar consciencia de su presencia en nosotros, confiar y experimentar la fuerza de su espíritu. Evitemos una fe cómoda e instalada en seguridades.
En el evangelio de S. Lucas los discípulos piden a Jesús que les aumente la fe.
Se dice que la fe es un don de Dios, un regalo, un misterio… ¿Por qué hay personas tocadas por este misterio y otras no? Seguramente en esta cuestión influyen múltiples razones.
Pongámonos en los que hemos recibido este don o creemos tenerlo.
Vivo la fe como una relación de amistad con el Padre/Madre; un camino que recorro cogida de su mano, con diversas etapas, con sus avances y retrocesos; un camino que me va ofreciendo nuevas posibilidades…
¿Pedimos a Dios que nos aumente la fe o como creemos tenerla consideramos que no necesitamos pedirla?
El camino de la fe es inseguro, volátil, necesita alimento y cuidado. Es una relación que hay que nutrir y cuidar con mucho mimo; buscar los encuentros, los espacios, las mediaciones que nos lleven a profundizar en esta relación. A veces el camino es serpenteante, oscuro, difícil y nos conduce a otros caminos inesperados.
Vivamos la fe como un dejarse acompañar, fiándonos plenamente de la OTRA PERSONA. Es un tesoro frágil y vulnerable, pero a la vez nos sostiene, empuja y fortalece. No es una conquista personal.
En la segunda parte del evangelio Jesús da a entender a los discípulos que las metas conseguidas no hay que tratarlas como triunfos personales. ¡Cuántos problemas evitaríamos si viviéramos en la Iglesia con esa actitud de humildad! Con actitud de siervos que hacemos lo que tenemos que hacer. Teniendo presente que es Dios quien está obrando en nosotros. Somos trabajadores del Reino, ponemos a disposición de Dios nuestras capacidades. Es natural sentir alegría cuando los proyectos salen adelante, pero no está de más que nos recordemos que en esta empresa es Dios quien obra en nosotros. De esta manera cuando el esfuerzo no obtiene su fruto, el aparente fracaso lo viviríamos con mayor paz. Son necesarios la voluntad, el esfuerzo, la astucia y los medios, … pero siempre desde una actitud de ofrenda y servicio, con la disposición de trabajar por la construcción del Reino.