7º Domingo TO. Ciclo C
Dionilo Sánchez Lucas. Laico de Ciudad Real.
Cada mañana cuando me levanto debo bendecir al Señor, cada día que sale el sol debo dar gracias a Dios, por esas cosas cotidianas que acontecen, que pasan desapercibidas, que parecen no tener importancia, pero que nos dan la vida; por esa persona que está a nuestro lado y nos pregunta: ¿qué tal has dormido?, por el agua caliente que nos limpia y nos refresca; por el desayuno que nos alimenta y da energía para luego afrontar nuestro trabajo; por poder sentir la brisa de la mañana, desplazarnos a pie o en transporte; saludar a las personas que vamos encontrando y sobre todo a las que estaremos juntos gran parte del día.
Reconozcamos cuánto me ha dado Dios a mí en tan poco tiempo, para también nosotros hacer el bien, nos pongamos a disposición de los demás. Seamos el profesor o maestro que procura que sus alumnos aprendan conocimientos, respeten a sus compañeros, cuiden su entorno, despierten su fraternidad. Seamos el médico, el enfermero, el cuidador que escucha, observa y anima al enfermo, acompaña a la persona en su dificultad. Seamos la persona que está en la oficina que atiende al que llega, que resuelve sus problemas. Seamos la persona que está en la fábrica o el taller para hacer un buen producto que sirva a quien lo vaya a utilizar. Seamos quien está en la tienda o en el restaurante procurando agradar a los demás. Seamos el agricultor, pescador o minero, que ofrezca su sudor para obtener alimentos y bienes básicos, cuidando la naturaleza.
Llegarán otros momentos del día por los que ser agradecidos, en los que seguimos recibiendo el bien por el espíritu de amor del Señor. El encuentro y el compartir con nuestros padres, con nuestros hijos; el disfrutar un tiempo de lectura o escuchar música; el practicar algún deporte, pasear; asistir a reuniones, conferencias, encuentros en asociaciones; el poder tener tiempo para la oración o reflexión, dedicar tiempo a un voluntariado o entrega a otras personas.
Por todo lo que nos ofrece la vida debemos de reconocer a Dios tanto que hace por nosotros, en lo cotidiano de la vida y también por lo extraordinario: la enfermedad que se cura, la adicción superada, el trabajo deseado y encontrado, la amistad y el amor reencontrado, el hijo que nace.
Pero esa relación con las personas y con el mundo no siempre la vivimos bien: La falta de amor, respeto y comprensión en la familia; los desprecios, rencores y envidias en el entorno social; la falta de honradez y responsabilidad en el trabajo y otros ámbitos de la vida; la falta de solidaridad y cuidado con el pobre y el débil; la no acogida al inmigrante. Pero ahí está el Padre que nos trata siempre mejor de lo que merecemos, que es paciente y nos espera, que es compasivo y misericordioso.
En la Palabra de este domingo Jesús nos enseña el centro de su Evangelio, el amor por encima de todo. “Amad a vuestros enemigos, orad por los que os injurian; al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también el manto. Al que se lleve lo tuyo no se lo reclames”.
Así escuchadas o leídas podemos pensar que es una llamada a la necedad, que es darle la razón al mal, aceptar y hasta arrodillarnos ante la injusticia. Pero todo lo contrario, es interiorizar que el odio no se combate con rencor, que la injuria se cambia con la verdad, que la guerra termina cuando surge la paz, que nuestros bienes son para compartirlos con los demás. Estas actitudes positivas más allá de pretender hacer méritos para que nos sean reconocidos, han de servir para cuestionar a aquellos que viven con el odio, la mentira, la injusticia, la violencia, la lujuria, atesorando riquezas. El juicio y la condena castigan a la persona, la ternura y el perdón son su libertad.
Que nuestra vida sirva para cambiar el corazón de las personas que no han conocido a Jesucristo, que el amor sea el principio y el fin de la humanidad, que el Reino de Dios esté presente en el universo, porque Dios nos quiere a todos con Él.