Domingo de Pentecostés.
Por: M. Carmen Martín. Vita et Pax. Rwanda
Textos Litúrgicos:
Hch 2,1-11
Sal 103
Rom 8, 8-17
Jn 20, 19-23
En el Evangelio de hoy Jesús aparece ante un grupo de personas que no le esperan. La primera imagen de la comunidad cristiana es la de un grupo cerrado, sumido en el miedo, temen que se deshagan de ellos lo mismo que se han deshecho del Maestro. Atrincherados en el interior de un cenáculo con la puerta cerrada, ya no ven ninguna ventana de salida. Y justo en ese momento de más parálisis, de más turbación, Jesús se aparece ante ellos, ofreciéndoles su Espíritu de Resucitado.
La reacción no se hace esperar. El Espíritu anima los corazones y pone en marcha, transforma a los agazapados asustadizos en valerosos testigos. La presencia del Espíritu da vida a la comunidad. El Espíritu es la vida de la vida de todas las creaturas. Su fuerza hace que la comunidad se ponga en pie y en alas de libertad.
El Espíritu provoca lo que de más humano, personal, original y único hay en cada uno de ellos, y los impulsa, poniéndolos a trabajar en favor de todo aquello que constituye la vida y la vida en abundancia.
El Espíritu convoca a la unidad. No hay Espíritu en la división. Si el proyecto de Dios es la unidad del género humano, recogido en una gran familia, el Espíritu del Resucitado viene a formar y revigorizar esta familia de todas las personas, unidas en nombre del Padre-Madre común. En el Espíritu descubrimos, como Jesús, que Dios nos llama hijas e hijos, llenando así nuestras vidas de amor entrañable. Y es el Espíritu mismo quien se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que, de verdad, somos hijas e hijos de Dios (Rm 8,16).
A su vez, el Espíritu enriquece la comunidad. La comunidad del Espíritu no es amorfa, incapaz de responder a los desafíos, sin garra, con una vida apagada. No. El Espíritu introduce dones que engrandecen la fraternidad. Ofrece ojos buenos para descubrir la realidad y los signos de los tiempos y manos laboriosas para responder a ellos.
Suya es la sabiduría que mantiene viva la llama del amor; suya es la fortaleza que permite permanecer y superar el desánimo; suya la limpieza de corazón que mira con ojos de misericordia la realidad; suya la resistencia al odio y al desaliento; suya la alegría del perdón y de la reconciliación; suya la ternura que suaviza las asperezas; suya…
El Espíritu del Resucitado impulsa a la comunidad a una espiritualidad encarnada. Encarnada en los surcos de la historia donde las personas viven y mueren, lloran y comen, sufren y gozan. De esta manera, la comunidad no puede ser sorda a los gemidos de los que padecen, de la voz enronquecida de los empobrecidos y del sordo clamor de los pueblos ninguneados.
El Espíritu del Resucitado abre la comunidad, no sirve de nada permanecer cerrados sobre sí, la fraternidad se abre a los otros, a los más lejos, a las periferias materiales y espirituales. Una comunidad que sale de sí misma y acepta el desafío de ir más allá, siempre más allá. Porque quien ha experimentado ser hija o hijo del mismo Padre, descubre que ese Dios es Padre de los subsaharianos de las pateras, de las mujeres asesinadas, de los millones de pobres olvidados y descartados… Y será ese mismo Espíritu quien irá revelando paulatinamente que la gloria de Dios consiste en que la mujer y el hombre, y, más concretamente, la mujer y el hombre pobre, vivan y vivan en plenitud.