Domingo 3º del TO. Ciclo B
Por: Teodoro Nieto. Burgos
El evangelio de Marcos, el primero que se escribió, y que sirvió de base para los evangelios de Mateo y de Lucas, comienza con la proclamación de LA Buena Noticia. En el texto original griego, esta Buena Noticia aparece precedida del artículo determinado. La Buena Noticia o Evangelio es el Reino de Dios, que equivale a decir: “La Buena Noticia que es Dios mismo”. Solo una catequesis distorsionada ha podido desfigurar la imagen de Dios y presentarlo como un ser riguroso y temible, llenando nuestro corazón de miedo, culpabilidad y angustia.
La Buena Noticia es que el “Reino de Dios está cerca”. Y, más que cerca, este Reino que, en definitiva es Dios mismo, es el Misterio que nos habita. Es como el océano del que todos somos olas de forma diferentes, pero en definitiva, somos agua del mismo océano.
Tal vez, no nos diga mucho en nuestra cultura actual la expresión “Reino de Dios”, por la alergia que podemos tener a las realezas que conocemos. Jesús tampoco explica la naturaleza de este Reino, tantas veces tergiversado en la predicación cristiana. Porque “entrar en el Reino”, o ser de ese Reino, nada tiene que ver con “salvar el alma” después de la muerte, sino de captar y vivir el proyecto más acariciado de Jesús: una sociedad que no se rige por criterios de poder, de dominio ni de ambición; una familia fraterna y sororal, a partir de los más empobrecidos, sin muros ni fronteras, consciente de la Unidad que somos, de la interrelación de todos y todas entre si y con todo. Así lo vivió Jesús y se lo pidió al Padre: “Que todos sean uno lo mismo que lo somos tú y yo” (Jn 17,21).
Ser fieles al Reino es implicarnos seria y responsablemente en el cuidado de la Vida a todos los niveles: del ser humano, sobre todo del más vulnerable y del planeta que habitamos: la Madre Tierra. Y a la madre no podemos comprarla, venderla ni explotarla, sino amarla, cuidarla y venerarla. Porque el Reino es Vida. Por eso, en el evangelio de Juan “Reino de Dios y Vida en Plenitud” se identifican. En definitiva, el proyecto de Jesús es que “todos tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10).
Podemos descubrir un significado del Reino todavía más profundo y liberador: El Reino no es una realidad que nos viene “de fuera” o que esperemos en el futuro. La Buena Noticia es que el Reino está actuando en todo tiempo y lugar. Es una realidad presente, interior; está “dentro de nosotros” aquí y ahora (Lc 17, 21).
Condición indispensable para acoger el Reino es “hacerse como niños”, sin romanticismos infantiles. Recordemos que en la sociedad que vivió Jesús, el niño era “el último”, pero el primero en ser sencillo y dar a los “sabios y entendidos” de aquel tiempo magistrales lecciones de sencillez. La sencillez no tiene nada que ver con la sumisión. La persona sencilla es radicalmente libre, como Jesús. No tiene intereses que defender. En una sociedad tan competitiva como la nuestra, el niño nos está diciendo que cuando pretendemos ser “alguien”, destacar por encima de los demás y ser “especiales”, o mendigar la aprobación de nuestro entorno, podemos caer fácilmente en un estado de insatisfacción y de ansiedad constante.
El Reino nos pide conversión y fe: “Convertíos y creed la Buena Noticia”. En realidad, no se trata de dos cosas diferentes. La palabra conversión, en el original griego del Evangelio, es “meta-noia”. En su sentido más literal significa “más allá de la mente”. Con frecuencia hemos identificado la conversión con la mortificación, con la penitencia, con una vivencia triste y gris del Cristianismo. Pero, en realidad, convertirnos significa ser capaces de ver y vivir todo con ojos nuevos, con el corazón, desde un mirar más profundo y luminoso. Porque nada ni nadie es lo que parece. Todo es susceptible de una mirada más honda y lúcida. Y esto es creer. En la Biblia, la fe, más que un asentimiento mental a unas verdades, es confianza sin límites en el Misterio del Amor que nos envuelve.
El evangelio de este domingo relata también la llamada de Jesús a cuatro discípulos. Una lectura literal del texto puede confundirnos. Porque no puede ser ni histórica ni psicológicamente posible que un desconocido empiece su actividad llamando a otros a que lo sigan, y que estos lo dejen todo tan radical y alegremente.
Lo más importante es descubrir para qué llama Jesús a sus discípulos. Les llama para “estar con él”, es decir, para compartir lo que él vive. Y para ser “pescadores de hombres”. Es comprensible que Jesús, hablando a unos pescadores, cuya vida discurría junto al lago de Galilea, recurriese al lenguaje de la pesca. “Pescar hombres” parece apuntar a un significado más profundo y concreto, como es liberar al ser humano de todo aquello que le impide serlo plenamente; ayudar a favorecer la vida. Esta fue la misión de Jesús, “que pasó por la vida haciendo el bien” (Hech 10, 28). Y hacemos el bien cuando, saliendo de nuestro egoismo, tratamos de ponernos en la piel de la otra persona, cuando sabemos acoger, comprender, acompañar, cuidar, proteger, aliviar, enjugar lágrimas, perdonar, restañar heridas, crear fraternidad. Así podríamos traducir hoy la expresión “pescar hombres”.
No se trata, por tanto, de “pescar” a nadie, ni de hacer prosélitos para atraerlos a “nuestra” verdad, sino de hacer el bien, sin mirar a quién, de crecer en conciencia de que hombres y mujeres somos uno, aunque nuestra mente, que separa, divide y fragmenta la realidad, no sea capaz de percibir que no somos un remolino separado, sino agua del mismo océano que se despliega en muchas y diferentes formas.