Por: Rosa María Belda Moreno. Grupo Mujeres y Teología. Ciudad Real
Domingo de Ramos, Ciclo B
¿Qué pensaría Jesús cuando caminó como peregrino a Jerusalén con sus discípulos y discípulas? ¿Cómo serían aquellos días, en que Jesús se arriesga a entrar en el centro neurálgico del poder para seguir anunciando la Buena Noticia? La gente lo reconoció enseguida, y se dispuso a organizar una procesión improvisada, con sus palmas en las manos, inquieto el corazón, con una alabanza en los labios.
Comienza la Semana Santa, de un modo peculiar: un día cercano a la celebración de la Pascua en el que el pueblo peregrino extiende sus mantos, y alaba al Señor con ramos de olivo y palmas. Al igual que la mujer que acaba de derramar su perfume sobre la cabeza de Jesús, el pueblo sencillo intuye que Jesús va a necesitar todo el apoyo, la cercanía, la fuerza de los que le siguen, para atravesar los muros de Jerusalén.
Jesús va a morir
Este buen hombre, incómodo para los poderosos, que no deja de decir la verdad, cree en el amor y lo proclama, mira y toca a cada ser humano con el que se encuentra, atravesando estigmas y prejuicios, reconociendo su dignidad, deseando la plenitud para cada cual. Ahora, como otros peregrinos, entra en la ciudad santa, sabiendo que eso no le eximiría de problemas, pero asumiendo que no va a esquivar Jerusalén.
¡Pero es que lo van a matar! ¡Nos lo van a matar! Aquí culmina el peregrinaje de Jesús, en la ciudad santa, y ¡Él se dejó matar! Aunque lo hayamos rememorado tantas veces, siempre tiene algo de nuevo, y un nudo se nos pone en la garganta cuando reconocemos que “el Inocente” va a morir en la cruz. Pensamos en la realidad de la cruz, en la soledad de la cruz, en el profundo dolor físico y psíquico, en la dureza inhumana y horrible de una muerte en cruz.
Y el recuerdo nos sabe a tantas cruces, tantas, con las que peregrina lastimosamente el mundo. Cada persona, tantas personas, hombres y mujeres clavados en la enfermedad, machacados por la injusticia, pisoteados por la exclusión. Cada uno de nosotros, con nuestra cruz, acariciamos su cruz, presentimos su muerte, aún sin certeza de resurrección.
La última caricia del pueblo
Me imagino entre ese pueblo, arrancando una rama de olivo, levantando mi mano al viento, escondida entre la multitud, emocionada por la presencia de ese Hombre que me conmueve y me remueve, por el que yo también me he animado a subir a Jerusalén. Me imagino en la escena, allí, tal como soy, un poco más tímida que los demás, con la gente sencilla, sin atreverme a tirar mi ropa al suelo para que pase Él.
Entusiasmada por las alabanzas sencillas de la gente, siento que éste es el gesto que puedo hacer hoy. Entrar con Él en Jerusalén, entrar con ellos en Jerusalén. Darle mi caricia, quizá la última caricia. Darles mis caricias, en forma de escucha y de silencio, de trabajo y contemplación. Deseo hacerlo desde mi pequeñez.
Mi corazón ansía su promesa pero antes hay que atravesar los umbrales del abismo, entre miedos y esperanzas, me aprieto con este pueblo que camina, incierta y desarmada, cantando mi alabanza al Hombre Bueno, en el que me confío, el que me salva.