Sagrada Familia
Por: M. Carmen Martín. Vita et Pax. Madrid
De manera muy discreta aparecen en el Evangelio de hoy dos personajes muy sugerentes: Simeón y Ana; los dos eran ancianos y estaban a la espera. Esperaban algo decisivo no para ellos solos sino para todo Israel. Esperaban al Salvador. La espera del Salvador guiaba sus búsquedas, sus vidas, su ancianidad, y ese interés les hizo posible el reconocimiento de Jesús como Mesías. Seguro que tuvieron que superar más de una vez la tentación de desistir, de dejarlo, al fin y al cabo ya eran mayores, con achaques, y el Mesías parecía que cada vez se alejaba más; sin embargo, no se echaron atrás, no buscaron otros “refugios” justificables por la edad, permanecieron en su misión.
Simeón abraza y bendice. Se trata de una escena en la que un viejo abraza a un niño: dos generaciones que, de alguna manera, se pasan la antorcha. El episodio tiene en sí mismo algo intensamente humano; alguien que se alegra por el hecho de que haya otros u otras, que continúen su propia obra; la persona que se alegra de que, incluso en la decadencia, haya un despertar, una renovación, algo que siga adelante.
Su gesto nos será propuesto a nosotras y nosotros algún día: bendecir la vida nueva que llega. Acoger, celebrar, proclamar y dar gracias por esa manera sencilla de hacer de Aquel que emerge a través de cada rostro, no visible cuando algo nos opaca los ojos, diáfano cuando miramos desde lo profundo del corazón.
Por su parte, Ana personifica a la anciana sabia. Las mujeres como ella han conocido la vida en todas sus facetas y han sabido no guardar rencor ni heridas. Ana era una de esas ancianas reconciliadas consigo misma y su historia. Después de ver al niño, “daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la liberación de Israel” (Lc 2,38). Vislumbró, al igual que Simeón, el misterio de esa vida frágil. Gracias a sus sabios ojos, se percató de que aquella criatura estaba llamada a satisfacer el anhelo de los que esperaban la liberación. Las mujeres como Ana suelen tener buen ojo para captar lo esencial de las personas.
Necesitamos hombres como Simeón y mujeres como Ana que saben envejecer sanamente, reconciliados con su propia vida; personas con una presencia amable y cariñosa hacia todo lo que les rodea. Con sus ojos agrandados por dentro, ellos pudieron percibir la salvación de un modo muy diferente del que habrían imaginado. Podemos decir que ellos han envejecido con Dios.
Tiene muy mala prensa envejecer. Ser viejo en nuestra sociedad está desprestigiado, devaluado. Sin embargo, en la fiesta de hoy, la Sagrada Familia, Simeón y Ana nos enseñan a envejecer bien, a “envejecer con Dios”. Envejecer, en un sentido, comienza en el instante del nacimiento, pero sólo lo sentimos realmente en un determinado momento de la vida. Sin embargo, envejecer, en muchos lugares del mundo, se convierte en un privilegio. Por una parte, una violencia desproporcionada interrumpe la vida de muchos jóvenes; por otra, las enfermedades, las malas condiciones de vida, la falta de asistencia materna… mata a millares de mujeres, antes de los veinticinco años. Sin contar la cantidad de personas que mueren antes de los veinte años, sencillamente, porque no tienen qué comer. He aquí por qué envejecer es casi un privilegio y una experiencia rara en medio de los miserables y de los excluidos del mundo. Estas personas son excluidas hasta de envejecer, de poder hacer la experiencia de vivir con dignidad hasta el final de sus días.
En este primer mundo rico tenemos el privilegio de envejecer y, más aún, de reflexionar sobre el envejecimiento. Envejecer puede traer consigo tanto dificultades como retos u oportunidades. No faltan molestias físicas, anímicas, relacionales, éticas, espirituales… Como también existen oportunidades de mayor profundidad espiritual, de entrega más generosa, de acogida incondicional, de tiempo para regalar… Simeón y Ana nos invitan a envejecer esperando, como ellos.