Domingo XXII de TO.
Por: M. Carmen Martín Gavillero. Vita et Pax. Ruanda
Textos Litúrgicos:
Eclo 3, 17-20. 28-29
Sal 67
Heb 12, 18-19. 22-24
Lc 14, 1. 7-14
Las lecturas de hoy nos invitan a algo que parece de otro siglo, algo que no está de moda, la humildad; no se habla mucho de ella en la actualidad, incluso la palabra parece que está en desuso. La palabra arrastra una envoltura de encogimiento y de temor, un lastre social que identifica a los humildes con las personas que aceptan sumisamente la opresión que los ha paralizado durante siglos.
Es difícil desprenderse de los falsos rostros de la humildad. No es humildad situarse ante la vida con un sentimiento de infravaloración debido, tal vez, a experiencias negativas o fracasos. Considerarse menos que los demás paraliza y no deja crecer. Humildad no es resignación que te somete a vivir situaciones de injusticia social, de abuso familiar o soportar yugos que nos han impuesto los demás. Estas situaciones pueden provocarnos un resentimiento que alterará todas las relaciones de nuestra vida. Humildad tampoco es vivir con angustia delante de la falsa imagen de un Dios que vigila, amenaza y castiga los posibles pecados y faltas cuando incumplimos algún precepto. Este Dios controlador y exigente no es el Padre-Madre de bondad y misericordia que nos ha revelado Jesús.
Ante todo, afirmar que la humildad no es una debilidad, sino una fortaleza; una fortaleza mayor que cualquier entusiasmo fundamentado en la propia autoestima inflada, en alguna ideología o en la moda proclamada por la sociedad. La humildad es muy rica y fértil porque nos abre a la comunión con Dios, a la creatividad, a la alegría y a la resistencia.
La humildad expresa una realidad hermosa para el ser humano, es una palabra bella, luminosa, que canta y encanta (Lc 1,47-55). Se mueve por el mundo con la libertad de los que no tienen nada que perder y con la audacia de los que son capaces de arriesgar para crear lo nunca visto, la humanidad nueva, esa es la humildad de Jesús de Nazareth (Mt 11,29).
Cuesta mucho quitar ese viejo velo de encogimiento, tristeza, sumisión y pasividad, que para ciertas personas comporta la humildad y que no tiene nada que ver con la humildad alegre y creadora del evangelio, con la verdad que nos libera para la comunión y la creatividad.
Alguien que sí la comprendió muy bien fue Santa Teresa de Jesús, ella dice que “la humildad es andar en la verdad”; en la verdad de nuestro límite vivido en el amor creador de Dios, pues somos pecadores y limitados, cierto, pero el amor de Dios nos abre siempre a una vida nueva, nos ofrece siempre una nueva oportunidad.
La humildad nos invita a ser conscientes de nuestro límite, pero a no quedarnos en él. Nos libera del miedo a fracasar y nos posibilita ser verdaderamente fecundos. El Jesús pobre y humilde del evangelio siente cómo el Reino de Dios crece entre los límites innumerables del pueblo. Los humildes lo acogen y lo reconocen. Los orgullosos lo rechazan. Y les dice a los discípulos que anuncien el Reino, que lo siembren entre las gentes sencillas de Galilea. Que no se dejen detener por los límites de las personas, aunque tengan áreas duras como piedras o llenas de espinas. Siempre queda una parte que puede dar fruto, mayor o menor (Lc 8,4-15).