Domingo XXIX del TO
Por; Francisco Gijón. Escritor. Alicante
Textos Litúrgicos:
Ex 17, 8-13
Sal 120
2Tm 3, 14 —4,2
Lc 18, 1-8
La Parábola Del Juez Injusto
Cuántas veces habremos oído a escépticos, descreídos, agnósticos o ateos decir cosas como «¿de qué le sirvió rezar a fulano de tal, si luego…?» (añádase una calamidad al gusto: enfermedad, desgracia personal, muerte atroz, ruina, paro…). Se suele utilizar este argumento para cuestionar, no ya la justicia divina, sino la propia existencia del Dios justo. Bueno, se trata de un argumento bastante simplista, pero que dice mucho sobre la naturaleza humana. Y es que, en realidad, cuando pedimos justicia lo que estamos exigiendo es que se nos dé la razón. Del mismo modo, cuando cuestionamos la justicia de Dios lo que pretendemos es que «se haga nuestra voluntad» y no la Suya; es decir, justo lo contrario de lo que rezamos en el Padrenuestro.
La viuda de la parábola no le está pidiendo al juez que haga su voluntad, sino que aplique la ley para protegerla frente a su enemigo. Ella sabe que, aunque el magistrado no lo sea, la norma aplicada será lo suficientemente justa y desea ampararse en ella. Además, la viuda no se erige por encima de la norma, sino que se somete a ella: pide lo que le corresponde y nada más. La viuda es, en este caso, más justa que el juez. Pero el Señor no se centra directamente en su confianza, sino en lo “cansina” que es, hasta el punto de mover al juez egoísta a que, por puro egoísmo (para que no le moleste más), haga su trabajo, siquiera a desgan
Y a partir de esta escena tan simbólica, el Señor nos señala que por supuesto que nuestras oraciones son escuchadas. Todas. Sin embargo, Dios es justo y en su justicia confiamos para que se haga Su voluntad y no la nuestra. Acaso debamos reflexionar sobre la verdadera finalidad de la oración, que no es tanto que en lo mundano se cumplan nuestros ideales como crecer en nuestra fe, madurar en el carácter, asumir nuestra dependencia del juez Justo, nuestro Padre y vincularnos a Dios. Porque una persona que ha madurado en su fe, que ha persistido en la oración día tras día, está sin duda mucho más curtida en su relación con Dios y es más capaz de recibir la respuesta que Dios le ha tenido guardada para el momento adecuado.
Nuestro Señor es descrito por los evangelistas orando muy a menudo, afianzando su relación con Dios Padre, nutriéndola a cada oportunidad, reforzándola y reforzándose en ella. Y, la última vez que ora, en el Huerto de Getsemaní, alineando definitivamente sus peticiones con la voluntad del Padre en su vida. Esa es la finalidad de la oración. De ahí que se pregunte si, cuando llegue el Hijo del hombre, encontrará en la Tierra esa fe que tenía la persistente viuda.
No debemos además olvidar que Jesús nos dice «pedid y se os dará; buscad y hallaréis…»; recordemos cómo alude a que un padre no le da una piedra a un hijo que le pide pan. Así, si un mal juez es capaz de hacer algo bueno, ¿qué no será capaz de hacer un juez bueno? He ahí la fuente de las Bienaventuranzas que nos mueven a la alegría. Fe, oración, confianza ciega en Alguien que no nos falla jamás (Dios es incapaz de ser injusto). Y, sobre todo, trascendencia y camino de santidad, porque somos transeúntes hacia la Vida Eterna y carece de sentido, ante aquello a lo que aspiramos, que nuestras peticiones queden circunscritas a lo mundano. Que se haga su voluntad y que aprendamos a que la nuestra sea la misma.