La Resurrección del Señor

La Resurrección del Señor
Domingo de Pascua de Resurrección del Señor
Por: Francisco Gijón. Escritor. Alicante

Textos Litúrgicos:

Hch 10, 34. 37-43
Sal 117
Col 3, 1-4
Jn 20, 1-9

Como estudiante de la Historia entiendo en cada relectura del Nuevo Testamento lo poco azaroso de su redacción y los muchos mensajes contenidos casi en cada párrafo; de ahí que, a pesar de que parece que se haya dicho todo, siempre se nos antojará que nunca se ha reflexionado lo suficiente sobre lo contenido en sus páginas.

El Evangelio de hoy se centra en tres apóstoles muy particulares que reflejan tres reacciones bien distintas ante el hecho histórico y sobrenatural que sustenta nuestra fe. Resulta obvio que la Resurrección del Señor no estaba dentro de las expectativas de ningún discípulo por mucho que ésta hubiese sido anunciada por el interesado. Aun cuando de todos los discípulos y seguidores hubiese solo cinco que estuvieron “velando” (tres mujeres y dos hombres, como las cinco vírgenes prudentes que aguardaban la llegada del esposo), incluso ellos estaban lejos de sospechar lo inevitable.

Tras la tortura y muerte en la cruz, todo aquello en lo que habían depositado sus esperanzas y sus vidas, todas las ilusiones y alegrías se habían desvanecido. El proyecto del Maestro había fracasado. Habían matado al Señor. En el sepulcro había quedado Cristo y también todas las esperanzas de sus seguidores.

Los Discípulos

Las mujeres acuden al lugar para embalsamar un cadáver. Es su modo de consolarse ante la pérdida: realizar una última obra de misericordia. Su preocupación es conseguir que alguien mueva la piedra que cierra la tumba (y, por lo tanto, que rompa el sello que sus enemigos han puesto para acreditar que todo está en orden). Por su parte, los discípulos varones no acuden hasta que no son requeridos (y solo van dos de ellos). Atención al derrotismo y al abatimiento.

Y en ese contexto tenemos a María Magdalena, que en la semioscuridad del amanecer se ha adelantado a sus dos compañeras y observa que la piedra ha sido apartada y que la entrada del sepulcro está abierta. Una mirada rápida la convence de que la tumba está vacía y en seguida piensa en ir a avisar a Pedro: «Se han llevado del sepulcro al Señor y nos sabemos dónde lo han puesto». Personas que no son del grupo de los discípulos han robado el cuerpo, esa es la conclusión.

Llegan Pedro y Juan. El segundo es más joven, más ágil, más impetuoso, y, porque corre más, llega antes. Sin embargo, espera a que sea Pedro el que se asome primero al interior. Encuentran los lienzos por el suelo y el sudario, no junto a estos, sino doblado en cierto lugar aparte y las vendas enrolladas. Lo que sea que ha sucedido allí, ha pasado ordenadamente, no con precipitación.

Un ladrón actuando a toda prisa no se habría entretenido en quitarle las vendas y dejar los lienzos; y aún menos en doblar el sudario. Tenían los hechos y la prueba forense de la resurrección, pero no comprendían todo su alcance.

El huerto de José de Arimatea es un jardín y un jardín dicen que era el de Edén. A la mujer más perfecta se le anunció la venida de Dios al mundo y a una pecadora está a punto de anunciársele la culminación de la Historia de la Salvación: será cuando la Magdalena confunda, entre lágrimas, la voz que le interpela con la del jardinero del huerto. Sucederá en unos minutos, mientras Pedro y Juan regresan a casa para contar lo sucedido, pues son varones y su testimonio es más de fiar. Son momentos de desconcierto, precipitación e inminencia que se suceden conforme clarea el alba.

El Sello Roto

Pero volvamos al sello roto, a la piedra removida desde dentro, a los guardias custodiando. Porque son los enemigos de Cristo los que tenían formación teológica y los que intuían que “algo insólito podía ocurrir”. Puesto que son los judíos de la Ley los que han de certificar legalmente, casi notarialmente, la Resurrección del Señor, con testigos, sellos y actas. Ya que son “los malos de esta historia” los colaboradores más necesarios para que se cumpla lo que predijo Isaías siglos atrás.

Tal vez sería interesante preguntarse hasta qué punto muchos de ellos no se vieron en una encrucijada, apabullados y coaccionados por los acontecimientos. Que reflexionásemos acerca de si, más que odio entre ellos, no hubo una dinámica de aplicación inflexible de unos supuestos y tradiciones, actitudes y prácticas veterotestamentarias que los llevaron inexorablemente allá donde algunos no querían llegar.

A modo de conclusión

La Ley había que aplicarla y Jesús, a los ojos de ellos, había blasfemado. Lo digo porque sabemos que entre ellos hay disidencia: el propio José de Arimatea, que es quien cede la tumba más famosa de la Historia de la Humanidad. Y luego está la colaboración necesaria del brazo civil de la sociedad: los romanos nada quieren saber porque nada ven de delictivo en Jesús, que no se opone al orden social.

Así pues, en este extraordinario momento no sólo hay testigos que al principio no dan crédito, sino otros que acreditan y que incluso pagan mucho más caro el silencio de los guardias que la traición de Judas, porque ayer, hoy y siempre es mucho más cara la corrupción que el beso.

Dios entró en nuestra Historia para enseñarnos el camino sobrenatural y reconciliar al hombre pecador con su Creador. Para ello se sirvió no sólo del propio pecado humano, sino hasta de la última de nuestras debilidades e instituciones. De ahí que en la Historia de la Salvación no sobra nadie y a todos alcanza la oportunidad de reconciliarse con Dios.

Sólo así puede ocurrir un amanecer definitivo.

La Resurrección del Señor

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