Lo que Hay en Mí de Cielo y de Infierno.

Lo que Hay en Mí de Cielo y de Infierno.
Domingo XXVI del TO.
Por: Luís López, Presbítero. Alicante

Textos Litúrgicos:

Am 6, 1. 4-7
Sal 145
1 Tim 6, 11-16
Lc 16, 19-31

El pobre Lázaro y el rico “epulón”

Algo, que se piensa comúnmente, es que el cielo y el infierno comienzan después de la muerte, en la otra vida. Algo, que se piensa muy comúnmente, es que Dios manda al cielo a los que son buenos y al infierno a los que son malos. Sin embargo, cuando uno relee un relato como este, se da cuenta de que tanto el infierno como el cielo se puede adelantar aquí en la tierra.

¿En qué consiste el infierno? El infierno no es un lugar, de modo que podamos decir que está aquí o está allí. No es un lugar físico, sino que es un estado, una situación ¿En qué consistiría el infierno? En una soledad infinita fría, absoluta. Es verdad que la literatura, el evangelio, la pintura…  recurren a imágenes para expresar eso a lo que llamamos infierno: el fuego, el tormento, el achicharrarse, son formas simbólicas de expresar una verdad mucho mas profunda. Es estar atrincherado en uno mismo, que ni Dios, ni los demás pueden alcanzar tu corazón. Por lo tanto, uno elige como forma de vida la soledad. Una soledad que te hace inalcanzable para los demás.

Eso es lo que sucede con el rico de esta parábola que nos narra Jesús. Cuando se nos dice que ese rico estaba disfrutando de la gran vida, mientras que a su puerta había un pobre tirado al suelo y lleno de llagas, se nos esta diciendo, en definitiva, que el rico había decidido vivir su vida sin mirar a nadie, solo él y su soledad.

Es verdad que llevaba una vida de lujo, es verdad que comía grandes manjares, pero al no dolerse del que estaba a su puerta está expresando ser incapaz de ver al otro. Por eso cuando muere no va al lugar donde Dios lo manda, sino que, cuando muere, se encuentra en el lugar en el que siempre eligió estar. Siempre había elegido vivir en absoluta soledad, aunque bebiera vinos buenos.

No es Dios el que nos manda al infierno. Eres tú el que, en esta vida, eliges donde quieres estar, donde quieres vivir. Y mirad, cuando cogemos la tijera y vamos cortando las relaciones que nos vinculan a los demás hasta quedarnos solos, lo que sucede es que nos deshumanizamos, nos estropeamos como personas. Lo expresa la parábola de una forma bella: mientras el pobre tiene nombre, “Lázaro” (Dios se cuida), el rico, no tiene nombre. Esto no es un detalle que se le ha escapado al evangelista, sino que es profundamente simbólico. Cuando uno tiene nombre, los otros te alcanzan, porque te pueden nombrar, te pueden llamar, pueden acceder a ti; cuando uno no tiene nombre, no hay nadie que lo llame, que lo invoque, que lo alcance. Por eso este rico, viviendo de lujo, ha malogrado su propia vida: se ha quedado solo.

Hoy un momento precioso de la parábola donde el rico, en ese tormento de la soledad, que se vive en el infierno, su conversación con Abraham. Como le hace ver Abraham que él fue el que levantó un abismo entre él y los otros, un abismo que le incapacita el encuentro con los demás; ¡que terrible es poner abismos en nuestra vida y en nuestro mundo!

El desafío de la parábola podría ser: identificarnos con ese rico sin nombre, que vivía entre lujos sin ser alcanzado por el dolor ajeno. Nos podríamos preguntar cuales son nuestros abismos, esos abismos que me conducen al desencuentro del otro, al aislamiento del sufrimiento… a la soledad.

O identificarnos con el pobre, que está en el polo opuesto. Es pobre, cierto; tiene llagas, cierto; está enfermo, cierto; pasa hambre, cierto; pero no ha perdido su dignidad y, por eso, es nombrado repetidas veces en la parábola “Lázaro”. Esa dignidad se expresa en tener nombre, en poder ser llamado y tocado por Dios y por los demás.

Es la diferencia entre situarse en el cielo o en infierno. El infierno te lleva a la soledad, al aislamiento de los próximos. El cielo te lleva a la dignidad de sentirnos hermanos, de mantenernos en compañía, de ser alcanzados por los sufrimientos de los demás y también de sus gozos. El sentir que vivimos en el amor y la fraternidad.

Me pregunto: ¿Cuánto habrá de cielo y/o infierno dentro de mí?

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