18º Domingo T.O.
La Transfiguración de Jesús
Por: Teodoro Nieto. Burgos.
El relato de la Transfiguración de Jesús, transmitido por Mateo, Marcos y Lucas, parece estar calcado en el capítulo 24 del Libro del Éxodo. En él se narra que Moisés subió al monte Sinaí con tres compañeros: Aarón, Nadab y Abihú, a los que cubre una nube, desde la que les habla el Dios de Israel. En la Biblia, la montaña es el lugar donde se manifiesta la Divinidad. Y es probable que, antes de situar a Dios en en el cielo, las religiones más antiguas ubicaran a Dios en las altas cumbres. Por eso, según el Salmo 121, la persona creyente levantaba sus ojos a los montes en busca de auxilio.
Esta referencia al Libro del Exodo nos hace pensar que los evangelistas estaban interesados en presentar a Jesús como un “nuevo Moisés”, “hijo predilecto del Padre. Y a él lo acompañan Pedro, Santiago y Juan y, más de cerca, Moisés y Elías, es decir, “la Ley y los Profetas”, síntesis de las Sagradas Escrituras de los judíos.
Estamos ya acostumbrados a leer o escuchar el relato de la transfiguración de Jesús. Y, por más que demos rienda suelta a nuestra imaginación, en realidad no sabemos qué fue lo que ocurrió exactamente, porque se trata de una experiencia que trasciende lo cotidiano, quedando frustrada una vez más nuestra curiosidad. Ni Mateo, ni Marcos ni Lucas fueron exactos cronistas de lo ocurrido. Pero sí podríamos, tal vez, preguntarnos qué hacía de Jesús un hombre transfigurado y en qué se lo notaban sus contemporáneos.
Leyendo con una mirada atenta el Evangelio, lo que hacía aparecer a Jesús como un hombre transfigurado era su humanidad, como dice el texto original griego de la carta de Pablo a Tito 3, 4, su filantropía, es decir, su pasión por todo lo más profundamente humano que hay en todos los seres de carne y hueso. Y la filantropía de Jesús es su capacidad para sentir con las personas más vulnerables y marginadas; su prontitud para curar sus heridas; su libertad interior ante las exigencias de normas y leyes cuando no respetan la dignidad inviolable del ser humano; su vivencia del Misterio al que él invocaba y experimentaba como Abba, Padre amoroso.
Ante todo y sobre todo, Jesús aparecía como un ser transfigurado porque fue profundamente humano. Y en todo lo auténticamente humano, lejos de estar reñido con lo divino, se transparenta, se refleja lo divino. Cuanto más humanos seamos, tanto más divinos seremos. Hombres, mujeres y niños, enfermos y pecadores pudieron palpar en Jesús de Nazaret tanta humanidad que, como dice Leonardo Boff, “un ser tan humano, tan humano como Jesús, solo puede ser divino”, expresión que, contando con toda la fragilidad de nuestro lenguaje, puede tal vez ayudarnos a vislumbrar en alguna medida algo de la hondura del inefable Misterio de la Encarnación: Un Dios que se hace humano y que, al humanizarse, hace de nosotros unos seres divinos.
A la luz de esta reflexión, quedan muy lejos seculares y persistentes dualismos que han contribuido y siguen contribuyendo a romper la unidad con el Misterio que nos constituye. Porque una comprensión dualista de ese Misterio humano-divino, nos divide y fragmenta. El dualismo opone el cielo a la tierra, como si el cielo fuera trasunto de perfección y de pureza y la tierra sucia y despreciable. Separa la vida de la muerte y la vida terrena de la eterna. Entender lo humano a partir del dos ha significado para muchas personas experimentar con gran dolor un desgarro en el tejido de su ser más íntimo.
Contra ese craso dualismo elevan su protesta no solo nuestro ser más profundo, sino los místicos y místicas de todos los tiempos y tradiciones religiosas, que con diferentes metáforas nos ayudan a tomar conciencia de que nos habita y penetra el Misterio que nos unifica. Y lo denuncia también la nueva Cosmología, que concibe el mundo como un todo sin costuras, como un nudo complejísimo de relaciones entre todos los seres, en todas direcciones y formas. Todo implica todo. Nada existe fuera del ámbito relacional. Por eso no es de extrañar que especialistas en el campo de la nueva Física hablen de una “conspiración benigna” entre todos los seres. Porque en realidad, es imposible separar la ola del océano o disociar la luz de su brillo.
Jesús de Nazaret vivió el Misterio y lo expresó así: “El Padre y yo somos uno” (Jn 10. 30). Si nos miramos en el espejo de Jesús, si “santificador y santificados procedemos de uno mismo”, si somos hermanos que “tenemos en común la carne y la sangre”, como leemos en el escrito a los Hebreos (2, 11.14) ¿no podemos experimentar y decir nosotros lo mismo?
En nuestro lenguaje dual y limitado “Dios” y “hombre” son los dos polos de la misma y única Realidad. Por consiguiente, para Jesús, todo lo humano es divino, y todo lo divino es humano. ¿No puede ser ésta otra forma de entender la transfiguración de Jesús…y la nuestra?