Fiesta de la Trinidad
Por: Teodoro Nieto. Burgos
Jesús, en la cena de despedida, que nos relata Juan en los capítulos 13-17 de su evangelio, menciona con frecuencia al Padre y al Espíritu. Cuando leemos este relato, lo hacemos, aunque sea inconscientemente, a través del filtro de la doctrina teológica sobre la Trinidad, que se elaboró a partir del siglo IV. Proyectamos así en el Evangelio una elaboración filosófico-teológica griega muy posterior. ¿Seremos capaces de imaginar a Jesús, que recitaría tantas veces aquel “Escucha Israel, el Señor es uno” (Dt 6, 1), proclamando el Misterio de la Trinidad?
La teología trinitaria ¿no fue producto de una mente que, por su misma naturaleza, separa y fragmenta la Realidad? Nuestra mente, por muy necesaria y valiosa que sea en nuestra vida, no puede hacer otra cosa que separar al Padre, al Hijo y al Espíritu, haciéndonos pensar que podemos dirigirnos a ellos como si fueran tres Dioses. Y no es de extrañar que nuestra mente se pregunte: ¿No es la Trinidad una construcción mental innecesaria? De ahí que el célebre filósofo alemán Immanuel Kant se expresara en estos términos: “Desde el punto de vista práctico, la doctrina de la Trinidad es perfectamente inútil”. Pero ¿es así en realidad?
Ya en la Edad Media, teólogos y místicos distinguían un triple ojo para ver la Realidad: El ojo físico, el ojo de la mente y el ojo de la contemplación. Sólo este tercero puede apenas atisbar la profundidad insondable del Misterio de Dios Uno y Trino, que al mismo Pablo de Tarso le hizo exclamar: “¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios. Nadie puede explicar sus decisiones ni comprender sus caminos” (Rom 11, 33).
Por muy misteriosa que sea para los hombres y mujeres creyentes la Trinidad, parece que lo más procedente no es teorizar, sino que es mucho más liberador preguntarnos hoy qué significa en nuestra vida esta Verdad, que puede ayudarnos a cambiar, no solo nuestra idea de Dios, sino nuestra misma vida.
Profesar nuestra fe en la Trinidad es creer que Dios no es un Ser separado de nosotros, lejano, o indiferente y cerrado a todo lo que puede afectarnos en la vida. Un Dios así no sería más que un ídolo fabricado por nuestra mente. Ante todo y sobre todo, Dios es MISTERIO. Y, como lo sugiere la misma etimología de esta palabra, ante el Misterio lo único que cabe es cerrar los labios, guardar silencio, adorarlo y descansar en él, “como un niño en brazos de su madre” (Sal 131, 2).
El lenguaje humano apenas puede balbucear en su intento por expresar la naturaleza misteriosa de Dios-Trinidad. Decimos, pero otra cosa muy diferente es experimentarlo, que Dios es un Misterio de comunión, de relación, de amor, de solidaridad. No es un Misterio separado de nosotros. Es el Misterio que nos habita, que nos envuelve. El de la unidad que abraza todas las diferencias; que lo une todo y que une a todos los seres. Y, por recurrir a alguna analogía, es como el océano sin orillas con infinidad de olas multiformes, sin dejar por eso de ser todas ellas agua del mismo océano.
El Dios Uno y Trino es relacional. Y esta relacionalidad misteriosa se manifiesta en el universo, que es una trama inmensa de relaciones. Diarmuid O´Murchu, en su libro “Teología Cuántica: Implicaciones espirituales de la nueva física”, afirma que “la vida en nuestro universo no se desarrolla a partir del aislamiento, sino desde la capacidad para relacionarse. Aun antes de nacer, ya estamos fijados en una red de relaciones, que permanece como el contexto primario de nuestras vidas hasta el día en que morimos (y después de la muerte también). En un mundo diseñado para la relacionalidad, dependemos de nuestras relaciones humanas para la supervivencia.”
Si nada hay fuera de las relaciones, el Misterio del Dios Trinitario nos lanza el desafío de empeñarnos por todos los medios en fomentar la cooperación, la colaboración, la solidaridad, la comunión y la fraternidad cósmica y planetaria. Importantísimo y digno ciertamente es el individuo, pero no lo sería en plenitud si no se mantuviera siempe atento a contribuir al bien común, como lo expresa el proverbio africano bantú: yo soy porque nosotros somos.
El Misterio de la Trinidad nos urge hoy y siempre a fomentar en nuestra vida cotidiana la colaboración entre hombres y mujeres en todos los campos: comenzando por nuestro hogar, por nuestras relaciones interpersonales, por nuestras comunidades, a nivel socio-político, económico y religioso, sin dejarnos dominar por la competitividad que nos carcome, pudiendo incluso conducirnos al estrés y a la depresión.
Somos diferentes sí, pero no desgajados unos de otros. Y no tienen por qué separarnos nuestras legítimas diferencias. Se podrá objetar que esto es muy fácil decirlo. Pero no es imposible si vamos creciendo en consciencia y mutuamente nos ayudamos a “despertar” a un nuevo modo de ver y de vivir que nos permitan crear una relación más humana, cálida, respetuosa y misericordiosa con nosotros mismos; con todos los seres; con nuestro planeta y con el medio ambiente.
En una palabra, con el Misterio que nos constituye y capacita para que todos y todas podamos contribuir con todas nuestras fuerzas a hacer realidad la gran familia humana y cósmica, a imagen de la Trinidad.
Este fue y sigue siendo el proyecto más acariciado de Jesús de Nazaret, por el que dirigió su oración más sentida al Padre: “Que todos sean uno lo mismo que lo somos tú y yo. Y que también vivan unidos a nosotros para que el mundo crea…” (Jn 17, 21).