Convertíos porque está cerca el Reino de los Cielos

2º Domingo de Adviento. Ciclo A

Por: M. Carmen Martín. Vita et Pax. Madrid.

El Evangelio nos presenta a Juan en el desierto. Allí había aparecido de pronto, no se sabe muy bien cómo ni de dónde, vestido con piel de camello y alimentándose de saltamontes y miel silvestre. Hay algo nuevo y sorprendente en este profeta. No predica en Jerusalén, como Isaías y otros profetas, vive apartado de la élite del templo; tampoco aparece en la corte, se mueve lejos del palacio de Antipas.

Exhorta a las gentes a la conversión, a preparar el camino del Señor. Su voz debía de tener un acento de sinceridad, porque fueron muchos los que acudieron a él. Entonces, como ahora, las gentes andaban a la búsqueda de una señal. Mucha gente estaba insatisfecha y aguardaba la manifestación de Dios. De Dios o de su Mesías. De Dios o de su liberación.

La liberación, en ese momento, no consistía en escapar del lugar de la esclavitud. Se trataba de abandonar un estilo de vida. Era una llamada a la “conversión”. Y, entonces, como ahora, abundaban los que ni siquiera veían la necesidad de convertirse. Se escudaban en sus genealogías. Alegaban ser descendientes de Abrahán. Como si la salvación fuese una casa que se recibe por herencia. Pero la salvación no está vinculada al país en el que se ha nacido, al grupo étnico al que se pertenece, al colegio que se ha frecuentado, al lugar donde se vive, a la ropa que se viste…

¡Convertirnos! Esto es lo primero que necesitamos también hoy: convertirnos a Dios, volver a Jesús, abrirle caminos en el mundo y en la Iglesia. No será fácil. Probablemente se necesitará mucho tiempo para que la misericordia, el amor entrañable de Dios, sea el centro de nuestra vida cristiana pero este tiempo de Adviento es privilegiado para ello. La conversión hoy puede tener diferentes sendas:

Convertirnos es ser conscientes de que el mundo, y la vida, necesita una buena noticia auténtica y tratar de encontrarla en la cercanía de Dios y su Evangelio.

Convertirnos es vincular, desde la raíz, nuestra vida y nuestro destino con todas las personas que ya no esperan nada o esperan otras cosas, como lo hizo Jesús, nuestro Dios.

Convertirnos es hacer el bien allí donde una se encuentre. Es justo ahí y no en otra parte, es justo en ese momento y no mañana.

Convertirnos es “tener cuidado” de los otros y de las otras mientras esperamos. Desarrollar en mí una sensibilidad que me ayude a percibir su situación y asumir, con sencillez, sus necesidades.

Convertirnos es hacernos testigos de tantas historias de sufrimiento olvidadas. Es unirnos a la lucha de los empobrecidos por conseguir un futuro más digno y humano.

Convertirnos es reconocer que la propia vida personal aspira a una plenitud que no tenemos. Porque crecemos, y siempre podemos ir más allá y más adentro. Y podemos vivir con más profundidad. Así que convertirnos también es preguntarnos por eso que falta, que me falta, y buscar en el entorno de Dios la respuesta. Dejar de crecer es empezar a apagarse.

Convertirnos es creer que Dios no es un Dios distante, ajeno a la creación, desvinculado de la historia humana. Es un Dios que sigue presente en nuestro mundo, entre los desesperanzados, entre los empobrecidos, entre nosotras. Dios, que nos ha bendecido con su gran amor y que a él nos remite cuando nos desalentamos.

Convertirnos es ir comprendiendo que nuestro corazón no nos engaña cuando nos asegura que podemos aguardar el futuro, porque lo que nos espera por parte de Dios no va a frustrar nuestra esperanza (2 Pe 3,13).

Si Juan Bautista hubiera sabido de Dios lo que sabemos nosotras hoy, no hubiera dado una vida sino “mil” vidas por este Dios.

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