Un nuevo año litúrgico quiere decir para nosotros: seguir creciendo en Aquel que es nuestra cabeza. Hacernos cada día más cortados al patrón del Unigénito del Padre, que volverá a nacer en nosotros para transformar este pobre cuerpo en su cuerpo resplandeciente. Y como sarmientos vivos seguir chupando del jugo de la Vid que es Cristo que vino a este mundo para traernos la VIDA, torrenteras de ella.
Un vivir escondidos con Cristo, zambullidos con Cristo en Dios, esperándolo todo sin pedir nada, dando lugar a que el Paráclito, que sabe como nadie nuestra necesidad, ore por nosotros en el silencio de nuestras almas y que le dejan mano libre para que actúe.
¡Cómo, pues, dejar de mirar con cariño al nuevo año que se nos presenta, con ánimo esperanzado, seguros de que nuestro Buen Padre Dios nos los manda para buscar nuestro bien, solo nuestro bien y todo nuestro bien!
Puede que algún lector rebaje el tono optimista de este comentario, pero la Iglesia sabe de nuestras debilidades, del barro que estamos formados y sabe también mucho de nuestra buena voluntad. Y sabedora de todo, comprensiva y maternal, viene cada año a animar nuestro desaliento, a robustecer nuestra esperanza, a inyectar una oleada de optimismo en más de un ánimo decaído. Ella, no en vano, participa de la paciencia y de la misericordia del que es el Dios de la esperanza y espera, espera a que lo no hecho hoy se hará mañana y lo que no se alcanzó en el año anterior se obtendrá en el que sigue inmediatamente o en los que seguirán después… (Padre Cornelio)